Elena Ferrante, ¿exclusiva o 'spoiler'?
Juancho Dumall
Ha trabajado en las áreas de Política, Opinión y en la edición del fin de semana.
JUANCHO DUMALL
Los Archies fueron un grupo musical de dibujos animados de finales de los 60 cuyo encanto consistía en parte en que nadie sabía quiénes eran los músicos que componían y tocaban canciones tan pegadizas y exitosas como Sugar, sugar (número 1 en Estados Unidos e Inglaterra en 1969). Al público del pop le gustaba más relacionar aquellos acaramelados estribillos con los divertidos personajes de la serie de animación que con unos guitarristas de estudio que grababan las canciones delante de una partitura abierta sobre un atril.
Es muy posible que los fans de Elena Ferrante prefirieran el misterio que rodeaba a la identidad de la autora que saber, como hoy saben, que las novelas han sido escritas por Anita Raja, a la que muchos medios ya minusvaloran al considerarla una «traductora». El anonimato de los autores es un fenómeno, desde El Lazarillo de Tormes, no tan raro en la literatura. Es seguro que si el autor del Quijote de Avellaneda hubiera querido que el público conociera su identidad, hubiera firmado en 1614 la obra con nombres y apellidos, sin ánimo de despistar. En este caso, el incógnito formaba parte del juego novelesco.
SERVICIO AL PERIODISMO
¿Tenían derecho los periodistas de Il Sole 24 Ore a desvelar la identidad de la escritora que firmaba como Ferrante? Por supuesto. ¿Han hecho un servicio al periodismo? Dudoso. ¿Han hecho un servicio a la literatura? Rotundamente, no. Porque han roto el misterio del mismo modo que lo haría alguien que tuviera acceso al guion de una serie televisiva de intriga y lo desvelara tres meses antes. En este caso, el spoiler no ha sido sobre la trama sino sobre algo aún más sagrado: el derecho de una autora a mantener su identidad oculta y al margen de su obra.
Los reporteros italianos creen haber hecho una gran investigación al bucear en las cuentas bancarias de Raja y comprobar cómo crecían los ingresos en la medida en que Ferrante vendía libros. ¿Pero era necesario? ¿No tenía la autora derecho a crear no solo un monumento narrativo sino un misterio literario y reventarlo cuando ella quisiera? Los fisgones han chafado el final del chiste.
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