Una crisis de Estado

La guerra socialista, el bloqueo de la investidura de Rajoy y la tensión con Catalunya abocan a España a un grave colapso institucional

ENRIC HERNÀNDEZ

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España lleva un año sin un Gobierno con facultades constitucionales para gobernar y cuatro, inmersa en un conflicto creciente con las autoridades democráticamente elegidas por los catalanes. Estos dos factores bastarían, por sí mismos, para definir la actual situación como una crisis de Estado. Sumado el cisma del PSOE, hoy por hoy la única alternativa plausible al PP y clave para desbloquear la gobernabilidad, la amenaza de colapso institucional se divisa a la vuelta de la esquina.

La cuenta oficial del PP en Twitter viralizó en las redes la guerra del PSOE con un emoticono: «Palomitas.» Anécdota y síntoma: los populares asisten al circo socialista despreocupados por sus efectos de fondo, con la esperanza de que pronto les brinde la abstención que Mariano Rajoy precisa para ser investido.

Pero, de todo lo que está en juego, la permanencia de Rajoy en el poder o la celebración de unas terceras elecciones no es lo más importante. Lo es a buen seguro para el PP, y a corto plazo también para los españoles, pero las secuelas de la conflagración socialista trascenderán a las urgencias personales de sus protagonistas y beneficiarios. Es la viabilidad futura de la alternancia, sana e ineludible en democracia, lo que se dirime estos días en Ferraz y sus aledaños.

En realidad, el origen de los males socialistas no empieza con Pedro Sánchez; se remonta a los remotos años 90. El ocaso del felipismo desató unas hostilidades en el PSOE –guerristas y renovadores, ¿recuerdan?— que otorgó un poder arbitral a los virreyes territoriales. Gracias a la descentralización del Estado, los presidentes autonómicos socialistas gestionaban generosos presupuestos. Lo que significaba poder para tejer redes clientelares. Lo que equivalía a militantes que inclinaban la balanza en los congresos del PSOE. 

EL REPARTO DE LA SOLIDARIDAD

Los 'tres tenores', Manuel Chaves, José Bono y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, articularon un potente lobi capaz de presionar a Felipe González para que no cediera a las autonomistas demandas de CiU. Toda ofrenda a Jordi Pujol era motivo de agravio para los barones meridionales, solo soslayable mediante la pertinente compensación. ¿El objetivo? Salvaguardar un reparto de la solidaridad entre territorios que perpetuase en los suyos unas prestaciones sociales y subsidios superiores a la media. Andalucía impone su ley: ese encubierto nacionalismo, y no el de Pasqual Maragall, es el verdadero 'federalismo asimétrico' que rige en el PSOE.

La caída de Alfonso Guerra primero, y luego de González, ungió a los barones como nuevos sumos pontífices del partido, armados y organizados para decapitar a un candidato elegido en primarias, como Josep Borrell, o si era preciso para precipitar la retirada de un presidente como José Luis Rodríguez Zapatero por temor a que perjudicase sus miopes intereses electorales. 

Ahora los barones han concluido que para preservar su estatus territorial les resulta más práctico investir a Rajoy que apuntalar una alternativa al PP. De ahí que estigmaticen todo acercamiento del PSOE al independentismo catalán con más alharacas que el propio Rajoy, como ya hicieran con el IRPF de Pujol o con el Estatut de Maragall. Un 'cordón sanitario' que regala la hegemonía a los populares y brinda al soberanismo catalán la legitimidad moral no completada en las urnas, ahondando una crisis territorial originada en Catalunya pero que pone en un brete la estabilidad misma de España como socio fiable de la UE. Si las voces cantantes de ambos bandos quieren el conflicto, conflicto habrá. 

Sánchez ha sido el último secretario general víctima de las confabulaciones territoriales del PSOE, si bien es cierto que, en su caso, en el  pecado está la penitencia. Ahijado de la todopoderosa Susana Díaz en las primarias del 2014,  ahora la madrina andaluza le dispensa su justo merecido por habérsele rebelado, a menudo con escaso tacto.

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Para un PSOE en llamas, concurrir a otras generales en diciembre puede resultar tanto o más suicida como apuntalar a Rajoy en la Moncloa mediante la abstención, que acarrearía más claudicaciones cuando urja aprobar los presupuestos o los recortes sociales que imponga Bruselas. No hay mal menor. Sea cual sea, su haraquiri colectivo pasará factura a todo el sistema político. Sin una fuerza sólida en la izquierda que ejerza de puente entre las nacionalidades históricas y el Estado, o entre las clases populares y el 'establishment' de Madrid, la democracia española ya nunca será lo que era. O lo que debía haber sido. O lo que muchos soñaron que fuera.