El contrataques

Aprender de corazón

Una joven disfruta de la lectura en soledad, en un banco del paseo de Gràcia, en Barcelona.

Una joven disfruta de la lectura en soledad, en un banco del paseo de Gràcia, en Barcelona. / periodico

MILENA BUSQUETS

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No sé cómo será ahora, pero cuando yo estudiaba en el Liceo Francés, cada semana nos teníamos que aprender de memoria una poesía. Memorizábamos poemas de Prévert, de Rimbaud, de Baudelaire, de Saint-John Perse y del resto de la deslumbrante tradición poética francesa, desde la edad media hasta nuestros días.   

Después, salíamos todos, uno por uno, a recitar el poema a la pizarra y la profesora nos ponía nota. No solo no debíamos olvidar ni confundir las palabras del poema, sino que además teníamos que recitarlo con sentimiento, demostrando que lo habíamos entendido. Más adelante, ya no solo nos aprendíamos de memoria poemas, sino también fragmentos de libros que después teníamos que reproducir por escrito, palabra por palabra, sin olvidar ni una coma.

En francés, 'memorizar' se dice 'apprendre para coeur', que literalmente significa 'aprender de corazón'.

Creo, por lo que me dicen mis hijos y los hijos de mis amigos, que en la actualidad, el ejercicio, la práctica de la memoria ya no se considera tan imprescindible como en mi época. Tampoco la poesía se considera ya un arma cargada de futuro (si es que algún día lo fue), solo interesan las cosas que están cargadas de presente y de inmediatez. Queríamos vivir en el presente y lo estamos consiguiendo. Pero el precio a pagar será muy alto. No conozco a nadie menor de 30 años que sea capaz de recitar un poema de memoria.

 Y sin embargo, aprender las cosas de corazón es una forma (a veces, la única) de apropiarse de ellas, de dejar que ellas se apropien de nosotros.

Solo lo que miramos de verdad es nuestro, lo otro no nos pertenece, aunque lo tengamos constantemente delante de las narices.

Recuerdo el número de teléfono de mi padre, muerto hace casi 30 años y el de mi mejor amiga del colegio, a la que llamaba cada día para hablar de la ropa que nos íbamos a poner al día siguiente. No recuerdo el cumpleaños de nadie, ni el de mis propios hijos, pero sé exactamente qué cara ponen cuando dudan, cuando mienten, cuando se hacen los adultos.

Una vez tuve un novio que me juraba amor eterno cada cinco minutos. Yo no le creía, claro. El amor eterno es algo muy jodido, muy íntimo, más condena que bendición (sería mucho más fácil aceptar la muerte si no lo hubiésemos sentido ni provocado nunca). Solo los amores tontos se proclaman a los cuatro vientos, los de verdad se incuban como una enfermedad, se protegen, no se exhiben.

Un día, harta de las cursiladas de mi novio, le dije: "Cierra los ojos. Ahora dime de qué color son los míos". No me lo supo decir. No le volví a ver más. No es solo que amemos lo que conocemos. Es que solo conocemos de verdad lo que amamos.