Al contrataque

Las mesas comunitarias

MILENA BUSQUETS

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El domingo pasado, estaba almorzando con mi familia (estrafalaria, atípica, extraña, reconstruida mil veces, pero libremente elegida mil veces también) en un restaurante del centro de la ciudad cuando se sentó en la mesa de al lado un chico joven y se puso a comer solo.

Nunca he sido capaz de entrar en un buen restaurante a comer sola. Me parece, tal vez erróneamente, que la comida es un placer compartido y siempre observo a los que comen solos con una mezcla de curiosidad y pena. ¿Por qué -me pregunto- se están perdiendo el enorme placer de comer acompañados, de discutir, pelearse, reconciliarse, beber demasiado, derramar copas de vino, declararse amor eterno, pedir cinco postres, decidir no hacer nunca más ningún almuerzo de ese tipo y volver a repetirlo exactamente igual a la semana siguiente?

Nuestro vecino solitario estaba gordo, supongo que se le hubiese podido llamar obeso, no estoy segura, a mí la gente que me inspira ternura nunca me parece ni obesa, ni fea, ni nada negativo, considero la ternura como una de las formas capitales del amor, es imposible hacer daño a alguien que te inspira ternura.

El joven no miraba a nadie, ocupaba una mesa de cuatro personas y pidió una mariscada. Llevaba una camisa de cuadros en tonos grises y unos pantalones grises y tenía las piernas tan regordetas que no le cabían debajo de la mesa. Bebía Coca Cola, no como nosotros que siempre bebemos vino para que no cunda el pánico. Tenía el pelo un poco largo y llevaba gafas.

EL GORDO Y LA DIETA

Le miré fijamente intentando que me mirase y así sonreírle y ver sus ojos, pero no lo conseguí. Mi técnica de mirar fijamente no siempre funciona y, lógicamente, nuestra mesa familiar no le interesaba en absoluto. Pensé que tal vez estaba a dieta, pero deseé que no lo estuviera, es una bobada asumir que todos los gordos están a dieta. Comía su mariscada con gran delicadeza, todos sus ademanes desmentían su cuerpo. No era nada feo, pero estaba tan grueso que supuse que para mucha gente debía de ser difícil ver más allá. Los extremos, ya sean la belleza extrema, o la fealdad extrema, o como en este caso, la obesidad, a menudo impiden ver más allá, la gente se queda petrificada ante eso, como ante una barrera infranqueable. Aquel chico era el hombre gordo comiendo solo.

Y entonces pensé que, al igual que en los trenes hay vagones silenciosos (que en realidad son exactamente igual de ruidosos que los normales, pero la intención es lo que cuenta), en los restaurantes sin barra, debería de haber siempre una mesa comunitaria en la que se sentara la gente sola que no desea comer sola, o no tan sola, para que uno pueda estar solo si quiere, pero nunca aislado.