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DAVID TRUEBA

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Es complicado saber si los españoles tienen una visión global del mundo. Nadie podría culparles si carecen de ella. Para empezar, llevan desde noviembre pasado en campaña electoral y eso obliga a una sobreatención de lo local. Estamos secuestrados por nuestros candidatos. A veces parece un colegio donde los profesores siguen encerrados en la sala de juntas decidiendo el horario de clases mientras se les pasa el curso a los alumnos. Es verdad que los procesos electorales son constantes y debemos admitir que presidan nuestra discusión interna, pero si tuviéramos más claro lo que es fundamental y lo que no lo es, quizá esa peleíta sería más sustanciosa y enriquecedora de lo que es. Fijémonos en un detalle. Nuestra llamada a urnas cae un par de días después de la votación británica sobre su salida de la UE, pero ni por esas nos damos cuenta de nuestra pequeñez. Además, la debacle económica de España está lejos de acabarse. Dependemos de esa Europa que ignoramos de manera dramática. Nuestro déficit evidencia que los problemas financieros de nuestro país son de larga duración, entre otras cosas por las mentiras gubernamentales constantes. Pues, pese a todo, cada día reducimos más la atención que prestamos a los asuntos internacionales. Aprovechando que la crisis sirve para desmontar todo lo esencial, los medios retiraron corresponsales, y mucha información solo nos llega por la faena a destajo de reporteros independientes que venden por pieza. La televisión pública, que era quien más vitalidad mantenía, decidió ahorrar donde más dolía y se han perdido casi todos los programas de largo aliento periodístico en favor de los vídeos enlatados de agencia y la mesa camilla de dudosos expertos.

Lo grave es que los españoles serían unos irresponsables si no saben ubicarse en el mundo actual. Si toman sus decisiones con una lectura localista y provinciana, estarían más o menos parodiando al tipo que canta en la ducha creyéndose que le está escuchando un Madison Square Garden abarrotado. Somos un país imbricado en un instante tremendo de la historia, donde el resultado de Eurovisión o la concesión de los urinarios del tren rápido a La Meca sacuden las alas no con un sutil efecto mariposa, sino quemándonos las pestañas. Alguien debería recordar a los españoles que no están solos en el mundo, que, para bien y para mal, estamos encadenados al resto de pasajeros de este loco vuelo planetario. Lo estamos viendo en Latinoamérica, donde la tortilla populista parece estar a punto de girarse de nuevo mientras España hace aspavientos en lugar de activar la prudencia inteligente que merecen los países hermanos.

El ministro de Exteriores llegó tan feliz de Cuba porque le había recibido Raúl Castro en un clima cordialísimo. Por fin parecíamos festejar la relación especial, después de haber perdido el pie en la isla cuando más tocaba tenerlo bien plantado, por culpa de querer dar lecciones cuando ni tan siquiera sabemos mantener limpia nuestra casa. Esto nos sucede con Venezuela, donde ante la retórica golpista, único idioma que parecen querer hablar los protagonistas de ese relato, los españoles tendrían que regalar sosiego, hermandad. Muchos hubiéramos preferido que los líderes de la nueva izquierda española hubieran cursado el periodo de becario en otra universidad. Como también que nuestra derecha hubiera comprendido que el chavismo nació de la corrupción, el desamparo y la desigualdad insoportables en que dejaron a aquel país las recetas neoliberales. Evitar una futura catástrofe también es un acto humanitario. Es lo que toca hoy, más que el penoso espectáculo de utilizar las tragedias ajenas para decorar nuestra casa.