El segundo sexo

Mujer con jardín

Los humanos sentimos con la naturaleza una conexión especial que tiene su origen en la sabana

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CARE SANTOS

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Les propongo un juego. Piensen en jardines célebres de la historia, la literatura, la música, la religión o la filosofía. Seguro que la lista es larga. Igual contiene el Jardín del Edén, la Arcadia, el Paraíso Perdido, el Liceo aristotélico, los jardines colgantes de Babilonia o los de Calixto y Melibea, por citar una mínima parte de los posibles. La historia de los seres humanos podría explicarse como una historia de los jardines. Los creamos, los protegemos, los cultivamos, los adoramos. Los necesitamos. Somos felices en ellos. No solo desde un punto de vista estético. Somos, por naturaleza, seres biofílicos. Esto es, sentimos una conexión especial e innata con la naturaleza.

TODO EMPEZÓ EN LA SABANA

¿Con toda la naturaleza? No. Nos desagradan los bosques espesos, que sentimos llenos de peligros. Tampoco los desiertos, que nos angustian. «Nuestros paisajes ideales son aquellos que se asemejan a la sabana», dice el etólogo austriaco Irenäus Eibl-Eibesfeldt. La sabana porque de allí procedemos, allí empezó todo (parece que fue en alguna sabana africana donde nos convertimos en homínidos superiores y también en bípedos). No se extrañen de que sintamos cariño por ese paisaje: el 99% de nuestra historia como especie la hemos pasado en él o sus alrededores. Lo añoramos (la célebre nostalgia por la naturaleza perdida es en realidad nostalgia por la sabana) al mismo tiempo que lo buscamos sin descanso. Reproducimos en nuestras casas aquel paisaje que abandonamos hace ya miles de años. Lo hacemos incluso si vivimos en un espacio reducido. Cultivamos flores en ventanas o instalamos huertos urbanos en balcones diminutos. Incluso si no cultivamos nada seguimos siendo biofílicos: nos gustan los papeles pintados con flores o los estampados vegetales en cortinas, sofás, porcelanas o en nuestra propia indumentaria. O sentimos un bienestar inmediato al oler flores o césped recién cortado. 

CAPAS Y CAPAS DE CULTURA

Como ocurre con todo lo innato, durante siglos lo hemos cubierto con capas y capas de cultura. Por eso hay jardines edénicos en todas las religiones, que simbolizan el espacio del que fuimos expulsados como castigo o aquellos en los que seremos recibidos como premio a nuestro paso por el mundo. Hay una vasta filosofía de los jardines, que proviene de Grecia y aún de más antiguo, y que permite leer esos paisajes desde enfoques estéticos o morales. Hay géneros literarios dedicados a loar el jardín. La historia de la cultura está repleta de jardines simbólicos. «Las ideas encuentran fácil traducción al lenguaje del jardín», afirma el filósofo y antropólogo navarro Santiago Beruete, autor de un ensayo magnífico sobre el asunto titulado Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, que acaba de publicar Taurus y que he leído –claro– en el jardín. En la introducción a dicha obra, llamada con acertado humorismo «Preparación del terreno», el autor explica que el libro no sería igual si no hubiera vivido él mismo la experiencia de plantar un jardín, «convertir un trozo de tierra en algo parecido a una arcadia», dice. Y añade que hacerlo le ha acentuado algunas virtudes, como la paciencia, la tenacidad y la gratitud.

MI PORCIÓN DE TIERRA

Hablando de gratitud. Déjenme decirles que soy una mujer con jardín. Hasta hace unos meses mi pequeña porción de tierra no era nada arcádica sino una fuente constante de disgustos y frustraciones. Como estaba convencida de que no tenía tiempo de cuidarlo, cada vez que salía a mi edén lo encontraba lleno de plantas mustias, moribundas o directamente difuntas. Hasta que leí –al fin y al cabo todo pasa siempre por los libros– el último título de mi amigo Francesc Miralles, escrito en colaboración con Héctor García. Se titula Ikigai (Ediciones Urano) y trata de los secretos de longevidad de los habitantes de una remota aldea de la isla japonesa de Okinawa, la que tiene mayor número de supercentenarios del mundo. Pues bien, descubrí al leerlo que los supercentenarios cuidan su jardín o su huerto todos los días. Disfrutar de esa felicidad cotidiana les otorga no solo un rato de placer estético, también un objetivo: que la planta prospere o fructifique. El ikigai es un objetivo en la vida, cualquiera. Quien lo tiene, vive más porque posee más razones para hacerlo. 

De modo que resolví dedicar a mi jardín 15 minutos diarios. Comencé antes de concluir la lectura, y no he faltado ni una sola vez. Me impongo un breve y fácil cometido cada día: abonar, fumigar, regar, trasplantar. Comienzo mi jornada después de cumplirlo. Este pequeño gesto, que le debo a Francesc Miralles, me ha proporcionado una gran felicidad. Mis plantas ya no se mueren y yo no me traumatizo. Y, además, gracias a Eibl-Eibesfeldt y a Santiago Beruete he comprendido que esto del jardín, que en algún momento me pareció una simpleza, es en realidad un asunto muy pero que muy serio.