Editorial

Catalunya, el Gobierno y la ley 24/2015

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La ley 24/2015, sobre la vivienda y la pobreza energética, ha sido prácticamente la única que ha aprobado el Parlament de Catalunya en los últimos nueve meses. Fue votada por unanimidad al término de la anterior legislatura, en julio del 2015, y despertó muchas esperanzas porque fue concebida -y presentada ante la ciudadanía- como una herramienta que permitiría luchar eficazmente contra uno de los efectos más lacerantes de la crisis: los desahucios y los cortes de suministro sufridos por quienes no disponen de recursos para pagar el alquiler o servicios básicos como la luz y el gas. Son problemas muy extendidos, aunque quizá no tan visibles por la discreción con que, por un injustificado pero comprensible sentimiento de humillación, los afrontan muchos afectados. Los desahucios, por ejemplo, son ahora 43 al día en Catalunya, cifra que si a alguien debe avergonzar es a la sociedad en su conjunto.

La ley 24/2015 ha permitido, sin embargo, algunos avances -como impedir en Barcelona más de 600 desalojos en lo que va de año- que pueden ser efímeros porque el Gobierno central ha impugnado parte del articulado (el de más enjundia) ante el Tribunal Constitucional aduciendo que el Parlament ha legislado sobre algo en lo que no tiene competencias. La tormenta es perfecta: a la incapacidad para abordar el conflicto político Catalunya-España, Mariano Rajoy une la insensibilidad para proteger a los más damnificados por una crisis inclemente que ha diezmado a la clase media y ha hundido en la pobreza a buena parte de las clases populares. Es difícil hacerlo peor por parte del Ejecutivo, como difícil es establecer si es más grave la torpeza de suministrar nuevos argumentos al independentismo o la afrenta de no ayudar a los ciudadanos que peor lo pasan, todo ello aderezado con el cinismo de proclamar que se actúa así para proteger la igualdad de los españoles.

La cumbre que el 'president' Carles Puigdemont ha convocado para abordar hoy la situación no debería ser solo un acto de justa indignación, ni tampoco de reafirmación de posiciones soberanistas, sino de búsqueda de vías para alcanzar los loables fines que se proponía la ley recurrida. La política requiere inteligencia y coraje, y si algún objetivo reclama hoy ambas virtudes es el de no dejar a nadie en la estacada y poder mirar a todos los ciudadanos a los ojos.