Editorial

Medallas de Barcelona

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El pleno del Ayuntamiento de Barcelona vivió ayer uno de esos momentos simbólicos que van jalonando el fin de una época. El salón de la Reina Regent fue testigo de la retirada de la medalla de oro de la ciudad a la infanta Cristina y a Jordi Pujol (este había renunciado a ella en el 2014). En ambos casos la decisión fue por unanimidad. Muchas son las diferencias que separan a los siete grupos presentes en el consistorio, del PP a la CUP, pero como mínimo y pese a los sentimientos que unos u otros hayan tenido o tengan hacia estos tristes protagonistas, se ha abierto paso la conciencia de que hay comportamientos que la sociedad ya no está dispuesta a tolerar, independientemente de cuál sea la última palabra de los tribunales sobre sus responsabilidades penales.

Xavier Trias (CiU) lo ejemplificó en su intervención cuando expresó lo mucho que Pujol había significado para él, pero reconoció que incluso la parte confesa de las muchas sospechas que pesan sobre el 'expresident' ya lo hacía merecedor de la pérdida de la distinción. Algo similar ocurrió con Cristina de Borbón. No hacía falta proclamarse republicano para votar por la retirada, como puntualizó Alberto Fernández Díaz (PP). Ayer se repudiaron comportamientos personales. No a la Monarquía ni a la Generalitat.

Y, en el reverso, el consistorio concedió la medalla de oro a la recientemente fallecida Muriel Casals. No cosechó la unanimidad, pero su personalidad dialogante sí mereció el reconocimiento de todos. Una buena señal.