Al contrataque

Ada al volante

Ada Colau, en el metro, tras visitar Nou Barris, este lunes.

Ada Colau, en el metro, tras visitar Nou Barris, este lunes. / periodico

MILENA BUSQUETS

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La vida no es buena novelista. Suele dejar un montón de cabos sueltos y de historias a medias, repite tramas y argumentos sin cesar, y, encima, al final, todo lo soluciona siempre con el recurso tan facilón y tan manido de la muerte. Reconozco que como poeta es algo mejor.

Los que intentamos escribir tenemos que esforzarnos un poquitín más, claro. Un escritor debería ser una combinación perfecta de sentido común y de desparrame. Sentido común para crear situaciones verosímiles que los lectores puedan creerse y desparrame para empujar la realidad. Un narrador tiene la obligación de empujar la realidad, a veces lo hace hacia el pasado y a veces hacia el futuro. Se llama imaginación.

Por ejemplo: me embargan el coche -un vehículo familiar, destartalado, abollado, cubierto de rayadas y viejísimo, pero que funciona de maravilla la mayor parte del tiempo- por no pagar las multas. Por alguna estúpida razón, yo pensaba que si no pagabas las multas, te las descontaban de la cuenta bancaria y listo. Pues no. Al parecer, las multas se tienen que pagar. Activamente. En fin. Pues bien, el ayuntamiento me embarga el coche y yo, lo primero que hago, es imaginarme a Ada Colau al volante de mi viejo bólido, con las ventanillas bajadas y el flequillo al viento.

O conozco a un tipo atractivo o inteligente o divertido, e inmediatamente me imagino qué tipo de zapatos me pondría para salir con él. No soy en absoluto fetichista pero siempre relaciono los zapatos con los hombres: hay hombres de tacón, hombres de zapato plano, hombres que te elevan, hombres que (sin querer) te aplastan, hombres que (sin querer o queriendo) te hacen perder el equilibrio y mis favoritos: hombres con los que desde el principio te imaginas descalza y con las uñas pintadas de rojo.

O veo el fantástico documental 'Amy' sobre la vida de la cantante Amy Whinehouse e imagino de qué modo yo -o cualquier otro adulto mínimamente responsable y sensible- la hubiésemos podido ayudar si la hubiésemos conocido.

O leo una noticia sobre alguna enfermedad rara y al momento empieza a dolerme la cabeza y me pongo a redactar mentalmente la carta de despedida -emotiva pero contenida, llena de sensatez, sabiduría y esperanza- que les escribiré a mis hijos desde mi lecho de muerte.

LAS CARENCIAS DE LA VIDA

Después, claro, nada de eso ocurre: Ada Colau solo va en metro o en vehículos ecológicos, el desconocido no me hace ni caso, nunca conocí a Amy y la terrible enfermedad mortal se me cura con un vaso de vino o dos. Por suerte ahí están las novelas para solucionar las carencias de la vida.

En fin, me voy a pagar las multas.