El segundo sexo

Pioneros gastronómicos

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CARE SANTOS

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Se calcula que en los últimos diez años se han abierto en el mundo 24.000 restaurantes japoneses (los del mismo Japón no cuentan). En uno de ellos, situado en la calle Santa María la Blanca de la ciudad de Sevilla, estuve yo el viernes pasado. Comí edamame y makis de salmón. Del primer plato le mandé una foto a mi madre por Whatsapp. Ella me preguntó si estaba comiendo habas con piel. Cuando le hablé de las vainas de soja saladas y servidas como aperitivo, me preguntó qué hacía en Sevilla comiendo en un restaurante japonés. Mi madre pertenece a una generación que iba a Sevilla a comer gazpacho, jamón, chacina, pescaíto frito, pringá y, en Semana Santa, torrijas y pestiños. Lo hacían con esa prevención que siempre nos despiertan las recetas desconocidas. Y, al volver, lo contaban con nostalgia.

Siempre he disfrutado mucho escuchando a mi madre –catalana de ancestros solo catalanes– cómo fue su primer gazpacho. No tenía aún 18 años y estaba de viaje con unas monjas por Andalucía. Corría julio. En alguna de las mesas a las que se sentaron les pusieron un plato hondo por delante y mi pobre madre temió lo peor. «Madre de Dios –pensó– ¡con este calor me van a dar sopa!». Su primera sorpresa fue descubrir que la sopa estaba fría. La segunda, que sabía a verduras y era una delicia. Nunca había probado –ni oído hablar, ni visto– el gazpacho. Años antes a mi abuela materna una clienta andaluza le había pasado la receta del arroz con leche y ella lo sirvió de primero, caliente y con pan migado. Fue un anticipo de la hibridación gastronómica que se iba a vivir en la familia, donde hoy todos preparamos gazpacho, salmorejo, espinacas esparragadas, torrijas y arroz con leche como parte de nuestra herencia cultural. Y si solo fuera eso. 

LO QUE QUEREMOS

Hoy todos hacemos también cous-cous, guacamole, arroz tres delicias, hummus y, por supuesto, sushi. Nos morimos por hacer sushi. Yo misma estoy deseando que pase Sant Jordi para tener un poco de tranquilidad y apuntarme a un curso de cocina japonesa. Los míos se relamen solo de pensarlo. Y eso no quita, claro, que de vez en cuando no necesitemos lo propio, lo de siempre, y nos pongamos a preparar una buena escudella, un buen fricandó, una sepia con guisantes del Maresme (tienen que ser del Maresme) o una humilde y ancestral sopa de farigola. Como nuestras posibilidades son internacionales, nuestras mesas también lo son.

    Cuánto hemos cambiado desde que mi madre probó su primer gazpacho, allá a mediados de los años 50. Ahora los alimentos recorren distancias tan inmorales que con razón se alerta de las ventajas (y el sentido común) de consumir productos de proximidad. Hoy cualquiera puede encontrar en su supermercado ingredientes que eran exóticos hace una década. Ahora las personas viajan más aún que las cosas, y se instalan en lugares remotos con sus gustos y sus recetas. Lo exótico deja de serlo porque nos gusta. Ahora todos comemos aquellas algas que hace solo un par de décadas juramos no comer jamás. Adoramos las cualidades (y los sabores) del sashimi, del sushi. Nos hemos acostumbrado al sabor del té verde. Miramos las etiquetas, buscamos productos ecológicos, gallinas felices, verduras vecinas. Sabemos qué queremos comer y por qué. Nos atrevemos a cultivar hortalizas en el balcón. Estamos volviendo a algo que nunca conocimos, pero que nos pertenece y dejamos escapar. 

    Somos solo la punta de lanza de un cambio que empezó hace algunos años. Nuestras dietas ricas en carne necesitan ser fusionadas con otras más apropiadas al signo de los tiempos. En Sevilla venden pan de torrijas mini, para gente que esté dispuesta a pecar durante la Semana Santa, pero no mucho. Cuando me lo vende, el señor de la panadería me advierte con disgusto: “Se dará una pechada de trabajar y se lo comerán de un bocao”. Es de la generación de mi madre. Seguro que él tampoco entendería que alguien coma sushi en Sevilla.

NUEVO PARADIGMA

Y aguarden, que esto no ha hecho más que comenzar. Ahora que nuestras neveras rebosan de productos de los cinco continentes, parece que viene otro cambio, esta vez propiciado por la necesidad. En solo 40 años en el mundo seremos 9.500 millones de personas hambrientas y llegará el momento de demostrar que hemos aprendido a probar cosas nuevas. Criaremos insectos en lugar de cerdos, dicen. Comeremos plancton. Haremos harina de coleóptero. Habrá huevos sin huevo. El atún rojo ya será una especie extinguida. Tendremos frutas y verduras híbridas, capaces de crecer en tiempo récord en invernaderos inteligentes que medirán y regularán su temperatura. Nos inclinaremos por raciones más pequeñas. Al terminar el plato, es probable que nos comamos el envase en lugar de tirarlo. En fin. Seremos otra vez pioneros gastronómicos. Les contaremos a los nietos el día que probamos nuestro primer sushi.