'London boy'

DAVID CARABÉN

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La primera vez que escuché a David Bowie fue gracias a la cuarta entrega de la serie ‘Historia de la Música Rock’. Se trataba de una colección de discos, acompañados de un fascículo, que mi hermano y yo (una semana cada uno) comprábamos en el quiosco de debajo de casa, a principios de los 80. En la habitación que compartíamos sonó ‘The London Boys’ miles de veces. Yo tenía 10 años. Poco a poco, a medida que fui traduciendo la letra, con alguna pregunta a los padres y consultas al diccionario, acabé descifrando el significado. Es una canción triste que explica la historia del desencanto de un adolescente que se marcha de casa de los padres seducido por la gran ciudad y la posibilidad de reinventarse (‘London boy / your flashy clothes are your pride and joy’). Flirtea con las drogas y acaba convertido en el ‘london boy’ que deseaba ser, pero reencontrando la soledad de la que huía y arrepintiéndose de haber abandonado tan pronto a la familia. Muestra la otra cara de los sueños de adolescencia, como había hecho Dylan en ‘Like a rolling stone’. Pero le confiere al relato una atmósfera más tétrica, teatral, que hace pensar en el expresionismo alemán que le gustaba tanto (la ciudad como destino soñado y, al mismo tiempo, agujero de caída en el abismo ya está en ‘Amanecer’, de F.W. Murnau). Lo consigue sacrificando las guitarras, con una instrumentación más atemporal que de costumbre, a base de trombones. Habla de tribus urbanas y de drogas, pero hace pensar en antiguos relatos moralistas centroeuropeos. Suena antigua y moderna a la vez, y eso está al alcance de muy pocos artistas.

Lo más curioso es que se trata de una canción menor en la discografía de Bowie. Se publicó por primera vez en diciembre de 1966, como cara B del ‘single’ ‘Rubber band’, que anticipaba la aparición del primer álbum de David Bowie. Yo le he acabado dando importancia porque fue la primera que escuché. Pero Bowie aún había de sacar ‘Hunky Dory’, convertirse en Ziggy Stardust y encadenar 10 álbumes en un periodo de menos de 10 años con cinco o seis obras maestras indiscutibles, con cambios tan arriesgados como logrados de dirección estilística (‘Aladdin Sane’ y ‘Low’ se parecen como un huevo a una castaña) y adelantarse a tendencias que tardarían en confirmarse (el año en que estalla el punk, Bowie publica ‘Heroes’, que se puede considerar perfectamente como el primer disco de la ‘new wave’). No contento con esta enorme contribución a la historia de la música popular, en esa misma década prodigiosa rescata del olvido o la letargia a figuras como Lou Reed o Iggy Pop, hasta entonces solo reivindicadas por el ‘underground’, y se erige en la figura más inteligentemente provocadora que ha dado el rock. La tan celebrada androginia de Bowie contribuye decisivamente en el acceso al ‘mainstream’ de la subversiva contracultura ‘queer’: desde Jean Genet hasta Andy Warhol le deben tanto o más que Fassbinder, Morrissey o Sakamoto.

Pero todo esto son datos y nombres. ¿Una emoción? La euforia que me produce oír ‘Modern love’ cada vez que vuelvo a ver ‘Mauvais Sang’, de Leos Carax.