Declaración de independencia y delito de rebelión

Lluís Companys, en 1937

Lluís Companys, en 1937 / PÉREZ DE ROZAS / AFB

NICOLÁS GARCÍA RIVAS

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El 6 de octubre de 1934, Lluís Companys, presidente de la Generalitat, proclamó el “Estado catalán”. Poco después, el Capitán General de la región, Domingo Bartet, declaraba el estado de sitio en Catalunya. Companys fue juzgado como autor del delito de rebelión militar junto al Presidente del Parlamento catalán, Joan Casanovas y Maristany, y condenado a treinta años de prisión por el Tribunal de Garantías constitucionales de la República, en junio de 1935. Su abogado defensor, uno de los más prestigiosos penalistas españoles, Luis Jiménez de Asúa (socialista y futuro presidente de la República en el exilio), intentó convencer al Tribunal de que Companys no quería a Catalunya fuera de España sino integrada al modo confederal en la II República (como explica con detalle Alejandro Nieto en su libro 'La rebelión militar de la Generalidad de Catalunya contra la República'). Sin embargo, los jueces entendieron que ello iba contra la Constitución y que al declarar la independencia había hostigado al ejército, lo que fue determinante para condenarlo como rebelde. El destino le reservaría la paradoja de ser condenado de nuevo por el mismo delito al comienzo de la postguerra, pero esta vez por haber sido legítimo presidente de Catalunya, siendo fusilado el 15 de octubre de 1940.

Conviene recordar estos hechos para valorar en su justa medida el comunicado emitido hace poco más de una semana por el Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional, en el que conmina a las autoridades catalanas a denunciar la posible comisión de un delito de rebelión a raíz de la declaración independentista del 9 de noviembre, atribuyéndose la competencia para perseguirlo en virtud de una pirueta jurídica impropia de quien, según la Constitución, debe “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad”.

Dicho sea con rotundidad: la declaración de independencia del pasado día 9 de noviembre no permite hablar de un delito de rebelión. Rebelión hubo el 23-F, con los militares sublevados contra el poder soberano, secuestrando el Parlamento con el fin de derogar la Constitución. Rebelión pudo haber (quedó en conspiración) en la famosa “operación Galaxia” (1979), cuyos protagonistas planeaban secuestrar al Gobierno en el Palacio de la Moncloa e implantar un régimen sin libertades. Y en ambos casos podía hablarse de rebelión (consumada o no) porque se cometió o se preparaba un “alzamiento público violento” contra el poder legítimamente constituido, que es lo que define este delito, según el artículo 472 del Código Penal. Sin ese elemento fundamental, la rebelión no existe; y en ningún lugar de Catalunya se ha visto que las masas estén armadas y preparadas para luchar contra el ejército o las fuerzas de orden público españolas. No hay siquiera un “alzamiento”, porque no lo es el pronunciamiento de un Parlamento legítimamente constituido, por extravagante que pueda parecer su declaración de independencia.  Ni tampoco se observa “violencia” por ninguna parte, expresión que reclama el empleo de fuerza física o, al menos, la amenaza de su inminente utilización.

El Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional conoce sin duda (o debe conocer) los Autos que el  Tribunal Superior de Justicia del País Vasco dictó hace una década, tras la denuncia por proposición para la rebelión contra el Lehendakari Ibarretxe por promover el derecho de autodeterminación. Recordará que dicho Tribunal sostuvo que se trataba de un (mero) “anuncio de naturaleza política y futuro incierto”. Y su colega de Fiscalía consideró -con indudable acierto- que “el Estado de Derecho tiene mecanismos suficientes al margen del Derecho Penal, para, en esta fase en la que nos encontramos, frenar todo tipo de planteamientos políticos que no se ajusten a los procedimientos y cauces legales y constitucionalmente establecidos”. Existen, pues, precedentes sobre propuestas de autodeterminación cuya calificación como rebelión ha sido rechazada.

Por otra parte, al contrario de lo que ocurrió en Catalunya en 1934, nuestra Constitución no permite que la autoridad militar declare el estado de sitio; sólo la mayoría absoluta del Congreso puede hacerlo, según el artículo 116. Y la ley que lo regula (que data de 1981, el año del 23-F) sólo permite su declaración “cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios”. De manera que las meras declaraciones políticas, no acompañadas de otros actos subversivos, singularmente mediante el empleo de la fuerza, no podrán neutralizarse mediante el estado de sitio, medida excepcional que responde a un auténtico jaque contra el ordenamiento constitucional vigente.

Por todo ello, me pregunto: si ahora mismo estamos muy lejos de llegar a esa situación y si las autoridades de Catalunya no están promoviendo, en modo alguno, un alzamiento público y violento para insurreccionar a su población contra el Estado español, ¿a qué viene ese comunicado tan conminatorio y amenazante del Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional en el que sugiere que puede estar a punto de cometerse un delito de rebelión? ¿Qué pretende con ello? Estamos acostumbrados ya a que determinadas organizaciones que se autodenominan “sindicatos” promuevan el “amarillismo judicial” presentando querellas por doquier, que en muchos casos no llegan a ningún sitio. Pero cuando es un fiscal de alto rango quien se dedica a utilizar la amenaza penal para terciar en la contienda política es para echarse a temblar.