Lecciones de Aristóteles

La audacia de la prudencia política

Tanto quien gobierne en Catalunya como en la Moncloa deberá interpretar correctamente el contexto

MIQUEL SEGURÓ

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¡Prudencia! En situaciones de gran complejidad, cuando las decisiones a tomar parecen tener un alcance más importante que en tiempos ordinarios, se suele apelar a la prudencia. Como si se tratara de un antídoto ante el peligro, al reclamarla uno espera poder templar y redirigir unos impulsos que sospecha pueden desencadenar más complejidades. La prudencia, sin embargo, no implica necesariamente ser conservador o timorato ante una determinada situación. En la tradición clásica griega, la prudencia, junto con la templanza, la fortaleza y la justicia, forma parte de lo que podemos llamar las virtudes fundamentales. Todas ellas constituyen un conjunto de herramientas básicas e imprescindibles para aspirar a una vida plena.

Aristóteles, pensador por antonomasia para referirse a la prudencia, la define como la capacidad de descubrir por medio de la deliberación racional el bien de la acción a emprender. Es decir, es la habilidad de encontrar por medio de la reflexión que hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Por tanto, la prudencia es el esfuerzo lúcido por leer correctamente una situación y encontrar, tras considerar todas las opciones posibles, aquella acción que ayuda a solventar de manera satisfactoria el problema.

La prudencia implica saber en qué terreno nos estamos moviendo, entender qué dinámicas entran en juego en cada momento, desentrañar las posibles consecuencias de las decisiones planteadas y decidir, entre ellas, cuál se cree que razonablemente reporta más beneficios. Una conducción prudente, por ejemplo, es aquella que no se pone en riesgo a sí misma ni amenaza la de los demás, y es obvio que para ello el exceso de velocidad supone una grave imprudencia. Asimismo, conducir a una velocidad excesivamente lenta puede ser igualmente arriesgado. De hecho, el código de circulación establece tanto una máxima como una mínima.

EL OBJETIVO FINAL

El relativismo y cierto utilitarismo que comporta la prudencia queda matizado según Aristóteles cuando reconocemos el objetivo final que dirige todas nuestras acciones. La finalidad última de la decisión, precisa el pensador griego, es la felicidad ('eudaimonia'), de modo que toda acción busca favorecer explícita o implícitamente su conquista. Una persona prudente, pues, es aquella que toma decisiones que ayudan a colmar sus anhelos más profundos de felicidad y que no la pone en peligro de forma temeraria.

Esto que en lo personal tiene una lectura bastante diáfana, en el campo de la decisión política se hace menos evidente. Porque es obvio que una opción política se presenta ante sus conciudadanos como una alternativa ideológica (una determinada idea de felicidad colectiva, podríamos decir) que se traduce en un proyecto con consecuencias concretas para el día a día de la ciudadanía. En la mayoría de las ocasiones, sin embargo, y siempre que hablamos de democracias, esto debe hacerse en cohabitación con otras concepciones muchas veces contrapuestas a la propia y en situaciones sociales que la pueden hacer incluso no deseable. El arte de la prudencia política implica no solo ser capaz de leer correctamente la magnitud de la pluralidad ideológica, sino que además exige al político ser hábil para compatibilizar las complejidades del contexto con la legitimidad de llevar a cabo el proyecto político por el que ha sido elegido. En este sentido, imponer aceleradamente su programa sin prever la realidad de las consecuencias para el bienestar del conjunto de la ciudadanía puede ser tan imprudente como reducir hasta a la nada la velocidad con que lo desarrolla. No hay manual de instrucciones.

La política, como la vida, se hace día a día. Pero nadie duda que el actual es un momento especialmente exigente para todos sus actores. Tanto quien gobierne en Catalunya como quien lo haga desde la Moncloa deberá saber interpretar correctamente el contexto y tramar con sentido prudente los hilos que mueve. Platón, que fue maestro de Aristóteles, lo condensa en una metáfora muy apropiada. El arte de la política, dice, es como el arte de tejer. Debe hacerse paso a paso, punto a punto. Y todos los pasos son importantes porque en cualquier momento el tejido puede deshacerse. Si la prudencia es la virtud por antonomasia que debe regir todas las decisiones, en política esto es especialmente patente. Las complejidades son mayores, las responsabilidades más grandes y la creatividad más necesaria. Y ahora más que nunca. De no ser así, tendremos que darle la razón a Groucho Marx y resignarnos a reconocer que «la política es el arte de buscar problemas, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados».