Ser pobre

Reunión constitutiva de la mesa de trabajo contra la feminización de la pobreza, el 19 de octubre.

Reunión constitutiva de la mesa de trabajo contra la feminización de la pobreza, el 19 de octubre. / periodico

JOAN GUIRADO

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El pobre es del siglo XIX y en el siglo XXl, de la gente sin recursos decimos económicamente débiles, clases desfavorecidas, ciudadanos bajo el umbral de la escasez. Es la grandeza del eufemismo. Y la voluntad de escudarse tras palabras que forman parte de un vocabulario más exitoso que permiten al emisor, generalmente el político o el empresario que lo escribe desde la silla de un despacho de treinta metros cuadrados, decir que las cosas no van nada bien pero con un léxico mejor sonante. Y hay quien incluso, acaba de recitar una de estas frases con una sonrisa.

Ser pobre no es otra cosa que un recorte de la esperanza. La mayoría pensamos que el pobre en sí mismo se define por no tener nada, pero lo primero que pierde el pobre es la certeza de lo que pasará en las próximas horas. Ni el tiempo no le pertenece. Y a medida que avanze el día, caiga el sol y se empiece a oscurecer, la noche le engullirá en la soledad. Porque la segunda cosa que pierde el pobre es la compañía. Y sentado en un banco cualquiera de la Rambla del Raval, esperará a los primeros rayos de sol para intentarse ganar un nuevo día.

Seguro que a lo largo de la noche muchos transeúntes pasarán por su lado. Algunos ni se darán cuenta, mientras con el cigarrillo en la boca expulsarán hacia el exterior vahos de calor que ayudarán al pobre a hacer más pasable el frío de la calle. Otros, que salen de tomar unas copas y ya no miden muy bien el estado de la situación, harán mofa cortándole el sueño. Y generándole desconfianza.

Un empresario que plega a altas horas de trabajar después de un día largo firmando ampliaciones de crédito y hipotecas para nuevos edificios, se lo mirará pensando que a él eso jamás le pasará, mientras saca el móvil y le envía un mensaje a su pareja: "ya vengo, dale un beso a los niños de mi parte, te quiero".

Conseguido cerrar el primer ojo, el pobre piensa en todo lo que ha perdido por el camino. Recuerda que se había casado con la mujer más guapa del pueblo, habían tenido tres hijos magníficos que educaban en una escuela trilingüe y vivían desde hacía unos años en una casa en la parte alta de la Diagonal. Ahora, no tiene nada. Sólo la sangre que le une con sus tres hijos, que posiblemente si pasaran por el lado de su banco ni reconocerían. Tal vez, incluso, desconocen la situación de su padre.

A las puertas de varias campañas electorales, escucharemos de nuevo mil y más promesas para acabar con la pobreza. Con la pobreza de aquellos que viven en la calle, pero también con la pobreza de los que viven en una vivienda de la que están a punto de ser desahuciados. O de la pobreza de aquella pobre anciana, que no tiene nadie en quien confiar las llaves de su casa por si algún día pasa algo. Políticas sociales, transversales, individualizadas y efectivas. Todo el mundo las prometerá, incluso alguno las irá a explicar a alguno de estos pobres que ocupan un banco de la calle o al que duerme en un cajero del banco que le ha frustrado las ilusiones retirándole el piso pero manteniéndole la deuda. Lo que no sabe es que, cualquier día de éstos, el director de la oficina lo volverá a desahuciar, ahora del cajero.

Ser pobre a finales del siglo XIX ya no era sufrir por la esclavitud. La electricidad, el acero y el petróleo iniciaron la segunda revolución industrial, convirtiéndose Alemania, Japón y Estados Unidos en los grandes poderosos. Los ciudadanos del resto de países sobrevivían como podían en la soledad, en medio de guerras y de dificultades diversas fruto también de los recursos y las herramientas disponibles entonces.

Ser pobre el siglo XXl es trabajar de sol a sol, sin la certeza de que al día siguiente lo podrás seguir haciendo, pero con la obligación de pagar todos y cada unos de los impuestos y los préstamos que a diferencia del salario, aumentan escandalosamente . Y con la soledad de quien defiende sólo su parcela. Sin importarle demasiado más que no le tome terreno la de su vecino.

Vienen semanas de promesas que a ciencia cierta sabemos, cuanto más aún lo saben los propios políticos, no se acabarán cumpliendo. De falsas esperanzas de crecimiento del empleo y por tanto de encontrar trabajo. Pero no un trabajo cualquiera, el trabajo que nos sacará del pozo que linda la escasez, pero que apenas lleva suficiente líquido como para dejarnos hacer más que un trago. El trago de probar el dejar de ser pobres. Y a pesar de las promesas que sabemos que no se cumplirán o las esperanzas que nos acabarán defraudando, los pobres también iremos a votar. Porque si bien es cierto que lo primero que pierde el pobre es la certeza de lo que pasará en las próximas horas, también sabe que cada mañana, con los primeros rayos del sol, un nuevo día comienza y con él las esperanzas fruto del esfuerzo personal para volver a sonreír.