Tras los atentados de París

La imprescindible introspección

El combate de Francia contra el yihadismo terrorista pasa por admitir su incompleta integración social

JORDI FERRERONS

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Francia ha reaccionado con enorme celeridad a los ataques terroristas del viernes 13 de noviembre en París. Los bombardeos a las posiciones del Estado Islámico en territorio sirio ha sido una primera respuesta militar enérgica, clara, contundente… y seguramente inevitable. El presidente François Hollande y el primer ministro Manuel Valls interpretaron desde el primer momento que no podían hacer otra cosa. Desde su primera comparecencia, poco después de los atentadosHollande declaró solemnemente y sin ambigüedad que se trataba de un acto de guerra. La réplica del Ejército francés ha obedecido a esa lógica.

Tres grandes factores atenazan al Gobierno francés. El primero, por supuesto, los efectos inmediatos provocados por la intensidad, la crueldad, la precisión y la envergadura de los atentados. El terrorismo yihadista apuntó de lleno al corazón de la sociedad francesa, a su manera de vivir, de disfrutar de sus momentos de ocio en un viernes por la noche en un bar, un restaurante, un estadio de fútbol. La reacción de los franceses a esos ataques perfectamente sincronizados es distinta a la que tuvieron tras la masacre del semanario 'Charlie Hebdo', el pasado mes de enero: entonces, el sentimiento generalizado fue de rabia, de indignación, de rebelión contra una salvajada que atentaba contra el principio sacrosanto de la libertad de expresión. Ahora, sin embargo, parece que la desolación, el miedo y una sensación de indefensión se ha apoderado de los franceses. El pánico colectivo configura un escenario potencialmente muy peligroso que hay que intentar controlar, canalizar y superar para evitar derrapajes y acciones espontáneas que expresen sentimientos xenófobos.

El segundo, el calendario electoral. Los días 6 y 13 de diciembre hay convocadas unas elecciones regionales que todas las fuerzas políticas han venido planteando como la antesala de la elección presidencial de la primavera del 2017. En estos momentos parece imposible mantener ese factor fuera de la ecuación. Por un lado, el líder de la oposición, Nicolas Sarkozy, él mismo enfrascado en una lucha por el poder en el seno de su partido, intentó llevar el agua a su molino ya al día siguiente de los atentados: a la salida de su reunión en el Elíseo con Hollande declaró que hacía falta mano dura y andarse sin complejos a la hora de hacer frente a ese tipo de enemigos. Por el otro, la figura irresistiblemente emergente de Marine Le Pen, la líder del xenófobo Frente Nacional, a la que las encuestas (previas a los atentados) sitúan en la segunda vuelta de las presidenciales, con posibilidades, por tanto, de convertirse en la presidenta de la República. El FN nada con gran comodidad y soltura en las aguas revueltas por el miedo, el desamparo y la desorientación. Ante todos ellos, el Gobierno socialista necesita sacarse el sambenito de blando en asuntos de seguridad.

LA ASIMILACIÓN

Y existe un tercer factor, aún de mayor calado y de una importancia vital para que la República francesa siga existiendo sin traicionarse a sí misma. Durante décadas, Francia se ha mostrado al mundo como poseedora de la receta para asimilar a la población inmigrante. El relato oficial insiste en que la fábrica de ciudadanos sigue funcionando a pesar de que la maquinaria (sistema escolar, inserción laboral y profesional, ascensor social…) lleva años averiada. Las enormes proporciones del fenómeno de la inmigración han desbordado la capacidad de la sociedad e instituciones francesas para absorberlo, y en las barriadas (las 'banlieues') del extrarradio de las grandes ciudades se amontonan familias y especialmente jóvenes que no se sienten franceses por la sencilla razón de que los franceses no les consideran como tales. Ese es, al menos, su sentimiento profundo.

En Francia existen unos 500 barrios censados oficialmente como difíciles o problemáticos. El término gueto está proscrito en el lenguaje y el imaginario de la sociedad francesa. Asumir que existen significaría reconocer el fracaso de uno de los pilares de su identidad: la asimilación en el seno de la República sin importar razas, orígenes, religiones o extracción social. Resulta muy llamativo comprobar cómo, décadas después de que sea evidente que el problema existe, que está fuera de control y que puede ser una amenaza para la supervivencia de las reglas del juego, la Francia oficial se niega a reconocer que se ha dado cuenta de ello.

El gran combate de Francia contra el terrorismo yihadista pasa por mirar a ese problema directamente a los ojos. Ningún país puede permitirse situar a miles de sus ciudadanos en una tierra de nadie emocional y a merced de reclutadores vía internet. Es casi imposible luchar contra un enemigo exterior que se nutre a partir de uno mismo. Y lo que es peor, alimentarlo inconscientemente a partir de la negación de que existe.