NÓMADAS Y VIAJANTES

Niños soldado en busca de ojos

Dibujo de un niño soldado con su arma, exhibido en la muestra de Zaragoza.

Dibujo de un niño soldado con su arma, exhibido en la muestra de Zaragoza.

RAMÓN LOBO

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«Al hombre blanco no se le puede saludar porque cuando vas a devolverle el saludo ya se ha ido». La frase es de Ismael, un joven de Guinea Conakry que llegó en patera a España hace tres años. Trata sobre la paciencia, sobre la capacidad de escuchar, virtudes que hemos perdido en Occidente. Las reemplazamos por las bombas de ida y el petróleo o las materias primas de vuelta. Lo llamamos globalización, mercado.

La paciencia es esencial para resolver conflictos en personas y países. Sin ella, todo es simulacro: pretendemos solucionar problemas complejos que no entendemos ni queremos entender (Afganistán, Siria, Irak y Somalia son algunos ejemplos), cuando lo que nos gusta es lo simple, lo que permite vender un éxito a corto plazo. Lo exige el prime time de la política espectáculo. Filmamos planos de las nuevas escuelas para niñas afganas sin preguntarnos por qué motivo las aulas siguen vacías.

Para ser útiles es obligatorio escuchar, esperar a que ellos nos digan qué necesitan. Vivimos en un mundo de corta y pega en el que las prioridades de personas que no conocemos se deciden por internet, a través de estadísticas o de un informe del FMI. Faltan las emociones.

El Centro Joaquín Roncal de Zaragoza exhibe hasta el día 28 una exposición titulada Desarmando el pasado. Trata del acompañamiento de antiguos menores soldado. Eduardo Bofill, psicólogo con una amplia experiencia en Liberia, ha reunido una veintena de dibujos en los que los menores expresan sus miedos y anhelos. Bofill está entrenado en la paciencia, igual que los exmisioneros Chema Caballero (Sierra Leona) y José Carlos Rodríguez Soto (Uganda), todos expertos en la búsqueda desesperada de la paz.

En varios de los dibujos, el menor se representa sin ojos, una forma de negación. Sin ojos no reconoce el daño causado. Las guerras arrasan las infancias, los recuerdos y los ojos. Sin mirada resulta difícil caminar sin ayuda. Sin ella se sienten incapaces de moverse, de salir del pasado que les atormenta.

En las fotografías que acompañan los dibujos aparecen niños y niñas paralizados con un rotulador en la mano, abismados en sí mismos, sin saber qué expresar; otros, en cambio, sonríen. La representación de los miedos es una ventana en la que se respira.

GUERRA INTERIOR

Dibujar les devuelve a la infancia robada. En ella está la posibilidad de reencontrar unas manos que sirven también para construir y empezar a salir de la guerra interior.

En el dibujo que acompaña este texto, un arma dispara sola sobre una niña. El tirador ha desaparecido, se ha borrado. Si no se representa a sí mismo matando a otro dejará de existir el daño causado. Esa es la fantasía; si observamos la expresión de horror de la víctima, sabemos qué es lo que quedó grabado en la mente del menor que disparó. Es su fantasma, su infierno. En otro dibujo, un niño pinta a una niña embarazada. Es su forma de representar la violación que cometió.

Steven tenía seis años en el 2005. Estaba desplazado en el campo de Salala, en el centro de Liberia. Un mediodía se acercó a Bofill, que leía Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar resguardándose del sol en una palaba (choza abierta). «Léeme un poco», dijo. Bofill respondió: «Está en español». Steven le miró:  «Me da igual, léeme». Escuchó atento cada palabra que no entendía y cuando el blanco terminó, le dio las gracias y se fue. Tan solo deseaba compartir algo que presentía importante.

TIERRA Y ARRAIGO

Sentirse parte de algo que no tiene que ver con la guerra, recuperar la valía aunque sea de la de otro, es parte del camino. Las palabras extranjeras del libro eran otra ventana abierta de par en par. Estaban llenas de aire puro.

Muchos de los menores dibujan una casa con ellos dentro. La casa es la tierra, la raíz, el arraigo. Es otra manera de luchar contra el desamparo. Bofill lo llama la casa interior. A través de ella recuperan todo: la mano, la palabra, la mirada.

La exposición se abre y se cierra con Agoustine, que a los 14 años era comandante de una unidad de 50 guerrilleros. En la última foto ha cambiado el kalashnikov por un diábolo. Ha aprendido a jugar aunque aún le cueste sonreír. Agoustine no es una quimera voluntarista, fruto de nuestra mala conciencia; él prueba que la esperanza es posible. El objetivo no es tanto sanar al otro sino no dejar jamás de intentarlo. Esta es la esencia, es lo que dijo una vez la corresponsal de guerra estadounidense Martha Gellhorn para explicar su trabajo: «Tiro piedras sobre un estanque, no sé qué efecto producen en él, pero yo, al menos, tiro piedras».