Una reflexión en el Día de Difuntos

Nacidos para morir

Nunca como ahora ha sido mayor el esfuerzo por la inmortalidad, por borrar la muerte del horizonte

REYES MATE

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Reconvertidas las Navidades en tiempo de regalos, la Semana Santa en época de vacaciones y los domingos en días prácticamente laborables, solo queda el Día de Difuntos como fecha religiosa, es decir, de ruptura con la absorbente cotidianidad. Es verdad que ya no es lo que era, con sus campanas doblando a clamor y los eternos responsos en los camposantos, pero ahí está recordándonos la certeza más inconmovible a lo largo de los siglos; a saber, que somos mortales y que la vida es una letra de cambio que se descuenta con cada día vivido. Habrá que ver lo que dura, porque a nuestro tiempo la muerte le resulta obscena (algo que hay que sacar del escenario), y por eso se muere fuera de casa y se velan los cadáveres en lugares alejados de miradas indiscretas.

Todo lo que ocurre forma parte del proceso galopante de secularización que vive España desde la muerte del dictador y, con ella, el carpetazo al nacionalcatolicismo que saturó a la sociedad española durante medio siglo. En una sociedad laica y, por tanto, plural en sus creencias, la gente no puede moverse a golpe del calendario litúrgico, y por eso era inevitable esta querencia a profanar literalmente su existencia.

Lo que no quiere decir que seamos menos ilusos o más realistas. En efecto, nunca como en nuestros días ha sido mayor el esfuerzo por la inmortalidad, por borrar la muerte de nuestro horizonte. No me refiero a la exitosa prolongación de los años de vida -que no pasan de ser una buena propina a la existencia- sino al modelo de duración vital que hemos adoptado. Paul Virilio dice que cada época ha tenido su propia medida del tiempo. Para los antiguos era el caballo, luego el barco, al que sucedió el tren y a este el automóvil y el avión. Esos modelos de velocidad condicionaban la existencia. El ritmo de las sinfonías de Beethoven respondía a la marcha del tren, mientras que las de Mahler, a la velocidad del avión. Esa aceleración del tiempo ha supuesto grandes ventajas y ha tenido también sus inconvenientes. Por ejemplo, hemos ganado en vivencias y perdido en experiencia. Para las primeras basta la emoción de un instante; para las segundas hay que disponer de un tiempo mínimo que permita metabolizar lo que se vive e integrarlo pausadamente en el tejido vital.

Nuestro tiempo ha roto todos los moldes al entronizar como medida del tiempo internet, que corre a la velocidad de la luz. Nuestro modelo es la instantaneidad. A 300.000 kilómetros por segundo la velocidad se confunde con la inmediatez, una velocidad suicida porque para vivir el ser humano necesita tiempo y espacio. Y ahí está el gran engaño: considerando que hemos superado los límites de velocidad que puede soportar el ser humano, pensamos que hemos vencido al tiempo. Vivimos como si la muerte no existiera. Ya Eugenio Trías denunciaba la tentación de confundir instantaneidad con inmortalidad. Se explica la seducción del engaño en que el ser humano está demostrando cada día que es capaz de producir artículos imperecederos allí donde se lo propone. No es fácil aceptar que somos inferiores a lo que producimos, y por eso se habla de la vergüenza prometeica, ese complejo de inferioridad de quien se  avergüenza, como el dios Bamba, de no ser como las preciosas montañas molúsicas que él mismo había creado.

Pese a esa aceleración del tiempo seguimos siendo, como decía Heidegger, «seres para la muerte». Y no se trata de ser un aguafiestas sino de recordar que la finitud es lo que nos hace grandes. Cuenta Kafka en La muralla china que el fracaso de la Torre de Babel no consistió en interrumpir la construcción porque la gente no se entendía, sino que nunca se puso la primera piedra porque pensaban que tenían todo el tiempo del mundo. Hay creación cuando el tiempo es escaso. Los cristianos saben que se vence al tiempo cuando se le toma en serio.

Fiel a esta sabiduría, el poeta Rainer María Rilke proponía entender la vida como «la maduración de la gran muerte que llevamos dentro», esto es, entender la vida como un proyecto con fecha de vencimiento que convierte cada instante en un momento digno de ser vivido. Estas palabras fueron muy recordadas por los deportados en los campos de exterminio. En esos lugares los carceleros eran dueños de la vida y de la muerte. No había posibilidad de llevar ninguna acción hasta su acabamiento. En esas «fábricas de cadáveres» donde imperaba la muerte, los nazis no dejaban sitio para el morir. Jorge Semprún cuenta que precisamente por eso él iba a la cabecera de los moribundos: para reivindicar la muerte como un gesto de libertad. Morían en el campo porque habían optado por jugársela para ser libres. Pero a nosotros relacionar la muerte con libertad o humanidad o sentido nos resulta cada vez más difícil, por eso nos ilusionan la eternidad de internet y los cantos de sirena del progreso.