El segundo sexo

Cuando te gustan las chicas

Las lesbianas tienen más difícil salir del armario por la falta de referentes y el peso de la ocultación

OLGA MERINO

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La escritora Jeanette Winterson (Manchester, 1959) irrumpió en la escena literaria en 1985 con Fruta prohibida -el título original era Oranges are not the only fruit-, una novela con una fuerte carga autobiográfica: autora y protagonista comparten el nombre de pila, ambas son niñas adoptadas por un matrimonio pentecostalista, inmerso en una atmósfera de asfixia ultrarreligiosa, y a las dos les gustan las chicas.

Winterson, que entonces tenía solo 24 años, sorprendió por lo novedoso de su voz. Si con anterioridad las heroínas literarias lesbianas acababan suicidándose o redimidas por el matrimonio -es decir, con una mochila patológica a cuestas-, Fruta prohibida abordó la cuestión desde el sentido del humor y transfirió la distorsión a la mirada pecaminosa y torcida del otro. A la Jeanette de ficción, la comunidad la somete a una especie de exorcismo para curarla del deseo satánico.

Una excelente escritora la Winterson, a la que, por cierto, suele escamoteársele el privilegio de pertenecer al dream team británico. Ya saben, la magnífica escuadra de varones: Ian McEwanMartin AmisHanif KureishiJulian BarnesSalman Rushdie...

A pesar de los cambios paulatinos, parece que el lesbianismo -sustantivo horripilante- siga vinculado al pozo de las desdichas. El imaginario en torno a los hombres gais es más positivo: alegría, gusto estético, poder adquisitivo y la complicidad de aliadas femeninas en la oficina. En cambio, el adjetivo lesbiana viste el discurso con ropajes más grises: agresiva, poco femenina, cabreada y de clase social media baja.

No existe un medidómetro, pero me temo que no yerro demasiado si aventuro que ser lesbiana debe de ser más difícil que ser gay. ¿Pero por qué? Tal vez por el lastre de años de ocultación y secretismo. Que dos chicos vivan juntos despierta sospechas automáticas, mientras que la percepción sobre la convivencia femenina tiende a la negación -son amigas, parientes, compañeras de trabajo- y a mantener el secreto bajo siete llaves.

Flavia Company tiene un relato muy interesante al respecto, titulado Una vida en común -en el libro Con la soga al cuello-, donde a la pareja de ancianas enamoradas se la conoce en el súper como «las hermanas aquellas del bloque de enfrente».

Proclamar a los cuatro vientos el gusto por las señoras conlleva una doble carga subversiva en la cultura patriarcal: por un lado, se está diciendo que el hombre es prescindible para gozar del sexo, y por otro, que la identidad como mujer no ha de pasar a la fuerza por ser madre.

Parece que a las mujeres les cueste más salir del armario y que lo hagan más tarde, quizá por la escasez de referentes públicos en los que reflejarse. La tenista de origen checo Martina Navratilova fue pionera, y lo hizo en tiempos duros, los 80, con Ronald Reagan y su cruzada conservadora al mando. Quedan para la historia el linchamiento mediático a que fue sometida y las pitadas en los apasionantes duelos sobre la pista con su archirrival Chris Evert, la favorita del público.

Ser guapa, comme d'habitude y en casi todo, ayuda. Aun así, la actriz Jodie Foster tardó lo suyo en dar el paso de confesar en público su homosexualidad, cuando ya era un secreto a voces y había concebido dos hijos por inseminación artificial con su pareja de entonces, una productora de cine. Fue en el 2007, cuando dedicó un premio «a mi hermosa Cydney, que me acompaña en lo bueno y en lo malo». Una fórmula muy sutil, casi de puntillas.

Y es aquí donde se bifurca otro ramal del debate: entre la necesaria ruptura de coerciones sociales y el derecho a la privacidad, ¿no existe un término medio? Dicho más claro: ¿hay que expresar con todas las letras «soy lesbiana» o «soy gay»? La periodista Sandra Barneda subrayó el dilema cuando reveló el año pasado en un programa de tele, en directo y con naturalidad, su condición sexual: «Libertad -aclaró- es hacer lo que te ayude a vivir en consonancia con lo que sienta tu corazón y te dicte la cabeza. No creo en los lobis, en las etiquetas; es más, estoy harta […] Basta ya de armarios, de etiquetas, de juzgar a las mujeres y a los hombres».

En parecidos términos se expresa Jeanette Winterson en el ensayo Art objects: «Cada entrevistador con el que me cruzo me pregunta por mi vida sexual, y lo que no preguntan se lo inventan. Resulta que soy una escritora que ama a las mujeres. No soy una lesbiana que da la casualidad de que escribe». Descartes nunca acuñó la sentencia «follo, luego existo», añade.

Curiosamente, las obras de la británica escatiman las descripciones físicas de los personajes, e incluso en la novela Escrito en el cuerpo el lector no llega a saber con certeza si la voz que narra pertenece a un hombre o a una mujer. ¿Qué más da? Lo que la obra pretende es explorar el deseo, la topografía de la pasión y el enamoramiento.

Tal vez ese sea el camino en adelante: difuminar etiquetajes, imposiciones y límites genéricos.