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Aritmética emocional básica

RISTO MEJIDE

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Todo suma. Lo bueno, lo malo y lo regular. Aprendemos a agregar antes que a hacer cualquier otra cosa. Agregamos experiencias, agregamos conocimientos, agregamos personas en nuestro camino que en un principio nos pensamos que nunca jamás van a dejar de estar. Mentira, pero da igual.

Sumamos años de uno en uno y a la cifra resultante la llamamos edad. Sumamos sonrisas y lágrimas para más pañuelos de los disponibles. Princesas y ranas. Guerra y paz. Sumamos cosas que no encontraremos hasta la próxima mudanza. Sumamos todas las cosas que nos dijimos y nos las dijimos mal. Sumamos reproches. Arrepentimiento. Remordimientos. Fatal. Y para abusar de esta anáfora aditiva y adictiva, sumamos y me llevo una hostia. Y otra. Y otra más. Porque jamás paras de contar. Aunque te descuentes del todo. Aunque ya no sepas ni por dónde vas.

Sumamos dejes. Frases hechas. Coletillas que la vida nos pega. Historias a nuestra vida en continua explicación. Biografías en constante evolución que de tanto en tanto decidimos reeditar. A la gente les contamos una milonga cada vez mejor contada. Si te gustó mi vida hasta la última vez que nos vimos, espérate que ésta te va a encantar. Porque en cada último episodio hay siempre un giro inesperado. Porque siempre irrumpe un tenemos que hablar. Porque sumamos héroes y también villanos. Historias para no aburrir. Y así, de milonga en tango, sumamos más y más razones para no tener que cambiar.

De modo exponencial vamos aprendiendo la distancia entre sumar y acumular. Porque cada cosa que entra desplaza a otra que deja de importar. Gestión eficiente del stock de nostalgia. Sistema FIFO sentimental. Y sumarlo todo desde tan joven tiene siempre una parte oscura, que es nuestra capacidad -también creciente- de restar.

La primera resta que realizamos es la necesaria diferencia entre lo que teníamos antes y lo que ahora hay. La comparación es siempre tan odiosa porque o bien te hartas de lo que te sobra, o bien echas de menos lo que ya no está. Ya, ya sé que nadie es mejor que nadie. Pero a todo el mundo se le puede comparar. Y ahí perdemos lo que otros ganan. Y ahí ganamos aquello a lo que no sabíamos que podíamos aspirar.

Restamos cada vez que nos despedimos. Aunque lo más asombroso de todo es que por mucho que restes, jamás esta resta dará cero. Siempre hay algo de lo que te puedes alegrar. Aunque sólo sea la capacidad de seguir creciendo y calculando. Que no está mal.

En algún momento, si tienes suerte, te llegará el momento de dividir. Partir tu vida como mínimo en dos. Hacer inventario y separarte de tu otra mitad. Y no hablo sólo de tu colección de vinilos. Hablo también de tus amigos, ya nunca más imparciales. De tus lugares favoritos. Del hotel de tus sueños. De todas las sonrisas ligadas a cualquier ciudad. Hablo de recuerdos en custodia compartida. Hablo de complicarte las fiestas de navidad.

Porque es que hay gente que no necesita dejarte, pues te divide incluso cuanto está contigo. Y tendrás que acabar con relaciones impasibles si no quieres romperte de tanto estirar. Cuando duele irse, pero quedarse duele todavía más.

Y entonces, de nuevo con muchísima suerte, puede que algún día te encuentres a alguien con ganas de juntarse contigo para multiplicar. Alguien que no te juzgue más allá de lo imprescindible. Alguien que no tenga ganas de estar contigo para cambiarte por otro. Alguien que entienda que para que una relación tenga sentido, es imprescindible que juntos no seáis menos, sino más. Cualquier múltiplo de vuestra vida en soledad. Alguien a quien le guste tu yo de ahora, no aquél del que te quiere disfrazar.

Lo peor que te puede pasar es que de pronto, un día y sin previo aviso, te multipliquen por cero y tengas que volver a empezar. Pero incluso entonces, recuerda lo que te he dicho al principio del texto, por si lo llegaras a necesitar.

Todo suma. Lo bueno, lo malo y lo regular.