Cara de sueco

DANIEL VÁZQUEZ SALLÉS

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La tarde en la que Henning Mankell recibió el Premio Carvalho en el Saló de Cent parecía un pulpo en un garaje. Acompañado de su mujer, Eva Bergman, y de su editora, Beatriz de Moura, el escritor sueco esperaba el fin de los discursos con cara de sueco, valga la redundancia, expresión que, en la inmensidad de la sala, destacaba aún más por la camisa que había elegido para la ocasión. En la concesión del Nobel, los premiados van con frac; en la gala del premio barcelonés, el escritor iba con una camisa de colores imposibles comprada, seguramente, en una de sus estancias en tierras africanas.  Cuando llegó su turno, Mankell recibió el premio, hizo un discurso breve y volvió a su sillón a la espera de que el alcalde Clos dedicara a los presentes en el acto una de sus disertaciones interminables. Creo que aquel día empezó hablando de la novela negra y terminó su discurso explicando los estragos que causó la peste negra en la Barcelona medieval.

Terminada la ceremonia, el galardonado siguió a un séquito que le llevó hasta Casa Leopoldo. No lo recuerdo como a un hombre simpático. Más bien era correcto, aunque supongo que las gentes de Tusquets lo evocarán de una manera mucho más sentimental. Sentados en una gran mesa rectangular, Rosa Gil y sus lugartenientes fueron trayendo los platos típicos del restaurante. De todos los  manjares, rememoro con especial atención el cap i pota. Dudo de que Mankell fuera un gran gurmet. Por lo menos, su hijo, o alter ego, o como quiera definirse a su inspector,  Kurt Wallander, es un hombre de paladar aguado, insípido y muy ahumado.  Y cuando el escritor descubrió el cap i pota, su cara de sueco tornó en una expresión de incredulidad. Los presentes le contaron las excelencias del plato, pero Mankell hizo una pirueta muy torera y se pasó al pescado al horno.

La cena no pasará a formar parte de la antología poética, pero tampoco de la del disparate. Mankell se fue del Leopoldo tal como llegó, con cara de circunstancias. Eso sí, fue el primero en abandonar el comedor y nos dedicó una despedida, según dijo, muy sueca. Lanzó la chaqueta al suelo y la pisó. Yo tomé nota y decidí que el día que fuera a Suecia también pisotearía mi chaqueta en señal de agradecimiento.

Sin Mankell en la mesa, la cena continuó hasta pasada la medianoche. Soy lector, aunque no acérrimo de Mankell, pero aquel día pude constatar que a los escritores, muchas veces, es mejor leerlos que conocerlos.