'God save the Queen' (3)

Tercer propósito del autor. Haber mejorado su inglés antes del 23 de abril, por si vuelve a encontrarse con Philip Kerr y porque le gusta todo lo inglés. Su melancolía. Su hipocresía. Su sado. Todo.

POR CARLOS ZANÓN

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Uno, en ocasiones, se ve atrapado en un cuerpo, en una familia, unos sentimientos que no reconoce como propios. Sucede lo mismo con verse viviendo una época que no entiendes ni te gusta. En una ciudad, un país, un mundo que no es el tuyo, como si la máquina del tiempo se hubiera equivocado contigo. El arte, y la literatura especialmente, nace la mayor parte de las veces de ese extrañamiento de su autor. La creación no es sino tratar de equilibrar eso, rimar el acorde disonante, esa falla en nuestra armonía íntima y personal.

Personalmente yo me he sentido atrapado en todos y cada uno de esos círculos. En la tómbola, todos los premios eran de otros. Me merecía más guapo y delgado. Una familia menos loca. Unos sentimientos más profundos, bólidos en una carretera nocturna y no ese billete de auto-choque que han sido siempre -viajes breves, atrapados en una electricidad efímera, sorteando colisiones para abocarme a otras-. De la época ni le cuento -mi lector, mi hermano-. Desde niño me aterró la prehistoria y cualquier escenario bíblico: desierto, polvo, serpientes, sed, el esquizofrénico de rigor que oye voces. Piensen que la película que más terror me produjo en la infancia fue Ben-Hur y su cueva de leprosos. Los romanos y la Edad Media molaban por lo de las batallas y las princesas a rescatar en castillos pero mi época siempre favorita fue la primera mitad del siglo XIX. Mi país, Inglaterra y mi ciudad, cualquier urbe sucia y depresiva de las islas británicas, llena de mineros, pubs y música pop.

La literatura me ganó no por esos libros odiosos de Los Hollister sino por tropezarme con Lord Byron y su Childe-Harold, los poetas niñatos suicidas, Wilde, Oxford y Cambridge, los educados asesinatos en casas de reposo de Agatha Christie y el revolcarse sobre la colina mojada de lluvia del salvaje Heathcliff y Catherine. Cuando llegó la música, el electro certificó lo inevitable: la operación había sido un éxito, el paciente había muerto. El país perdió un patriota, un mediterráneo, un amante de la escalibada o del gazpacho y el Imperio Británico ganó un converso: God save the Queen.

El principal problema que tengo en lo de obtener la indiscutible nacionalidad inglesa es el idioma. Como en todo, soy arrogante, indisciplinado y autodidacta. Aprendí a leer inglés con un diccionario traduciendo canciones y puedo defenderme ante un texto. Pero a la hora de llevar una conversación, parezco ese perrito bajo la lluvia de Rajoy en Europa. Editores, agentes y escritores darán fe de esas situaciones. Mi ignorancia asilvestrada -a pesar de comprarme mil fascículos cero, pagar cien matrículas, y comer con guiris día sí día también- me ha hecho perder oportunidades profesionales, o a la hora de acceder a hablar con mis ídolos musicales o literarios.

MÍMICA CON PHILIP KERR / Quien más lo sufre es Philip Kerr, paciente escritor escocés. Al publicar ambos en la misma editorial nos suelen poner juntos en cenas, firmas y recepciones. Pobre tipo. Él, elegante agente 007 dándome conversación y yo, más próximo a un aborigen de lengua urdu que solo acierta a sonreír o, llegado el caso y con mímica, avisar que hay hogueras en el río. En mi defensa, he de decir que he tratado de desarrollar soluciones harto sofisticadas. Un Sant Jordi fui capaz de mantener una conversación en inglés con él a base de títulos de canciones de los Clash. Si la jornada era estéril para Kerr, yo le espetaba Train in vain. Si la firma de libros se desbocaba, Death or glory o Spanish bombs y cuando cambiábamos de librería era definitivo un Should I stay or Should I go? Juré dominar ese endemoniado idioma para el próximo 23 de abril pero sigo igual: Lost in the supermarket.

Y es una pena porque adoro TODO lo inglés. Cosas que ni ellos soportan yo las amo. Su clima. Lluvia, nubes, frío, melancolía victoriana: adorable. Su hipocresía. Su sado. Esa capacidad de convertir un delito en una virtud. Piense usted -mi lector, mi hermano- que a los piratas y ladrones Su Graciosa Majestad los convirtió en Lores al servicio de la Corona mientras que aquí solo los hemos hecho tesoreros de partidos políticos o presidentes autonómicos. De material tan delicado y pestilente como la colonización ellos sacaron la Commonwealth y nosotros el Festival de la OTI. Ellos a Elvis Presley y Bob Dylan y nosotros a Gloria Estefan y Chayanne. Ellos Amy Winehouse, nosotros Massiel. Ellos, los Monty Phyton, nosotros La Trinca. Devastador, ¿no? Pero es que además son listos. Tuvieron el acierto de descubrir la parte más fresquita del continente americano. De depurar el cristianismo hasta dar con la herejía más adecuada para el capitalismo. ¿No es necesario que continúe, verdad?

Mi deseo de liberar el inglés que llevo dentro, del mismo modo que hay mujeres atrapadas en el cuerpo de un hombre y viceversa, es tal que cosas tan horrendas como las moquetas por todo el piso, hooligans borrachos o las chicas inglesas descalzas en pleno home run me llevan al éxtasis. Me gustan los sindicatos, las fábricas abandonadas, los niños maltratados de Dickens. Me hubiera casado con Tracey Ullman en 1983 y probablemente lo haría ahora. Las tumbas legales en cementerios verdes, sacudidos por el viento, y las ilegales en el jardincito de atrás. Me gusta cualquier canción si es cantada en ese idioma, las películas en las que salen bosques, amigos en chándal, niños disparando piedras en el Ulster, exfutbolistas que no sean Beckham y la Reina con los ojos atravesados por alfileres.

Hasta haciendo referéndums me gustan más. Lo cual, obviamente, tampoco es muy difícil.

Y MAÑANA: 4. Di adiós al Barça.