Treinta y siete cuchillazos

Los secretos de familia se van desvelando, hoy conocemos finalmente cuál fue el crimen del abuelo Arcadio y cómo afectó a su mujer e hijos

POR JENN DÍAZ

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Si mi padre matara a alguien, me pregunto cómo se lo contaría al hijo que no tengo. Seguramente le hablaría del cielo, de ese cielo cristiano,dulce y prometedor que se les vende a los creyentes y a los niños. Le hablaría del abuelo como se habla de una persona, aunque los que matan no merezcan tanta gentileza. Pero en mi casa era mejor no hablar de mi abuelo, porque ni siquiera ese gran cielo de Dios podía ocultar lo que hizo.

Su cuñado, el tío, el marido de la tía zoronga, le pidió que subieran al terrado a hablar. La tía había ido numerosas veces a casa de su hermano Arcadio para descansar y desahogarse. Le contaba los detalles minuciosamente para que se hiciera una idea, y mi abuelo bien que se hacía la idea -pero un hermano es solo un hermano. Cuando su cuñado le dijo que subieran al terrado, mi abuelo ya sabía lo que iba a pasar. Podía imaginarlo, tampoco era tan difícil, así que cogió su navaja. Arriba, solo los cuñados saben lo que ocurrió y solo mi abuelo pudo contarlo. Quizá yo sea la primera persona que intenta escribir sobre ello.

El tío zorongo murió con 37 cuchillazos: se los dio el hermano de su esposa. La pregunta, por supuesto, siempre será la misma: ¿por qué tantos? Quizá no pudo matarlo con el primero, pero no se necesitan 36 más para matar a alguien. Ni siquiera los necesitan los inexpertos como él. ¿Se defendió el tío? ¿Qué le dijo? ¿Sabía la tía zoronga lo que estaba ocurriendo? ¿Y mi abuela? Lo que sé es que cuando el abuelo Arcadio bajó, como vencedor, tendría una cara muy distinta al resto de caras que su familia le conocía. Aunque fuera un crimen del todo irracional, poco meditado y, además, primerizo, 37 son demasiados navajazos. Mi madre solo recuerda la lavadora, cómo el arma quedó ahí escondida para cuando la policía viniera a por ella. Después creo que los recuerdos de todos están un poco confusos. De ahí, las historias de mi madre pasan al colegio de las monjas, donde estuvo interna. Mi abuela se quedó con siete hijos y los dos últimos llegaron después de dos permisos de la cárcel. El abuelo Arcadio ya no pertenecía al mundo que había abandonado tras matar a su cuñado, todo era incomprensible. Incluso se enfadaba porque le parecía increíble que mi abuela, cuando la volvía a ver, estuviera de nuevo embarazada. Cómo iban a ser suyos, aquellos hijos. Pero imagínate, tú, en la cárcel; tu mujer, embarazada. Son dos vidas opuestas, dos mundos que no llegan siquiera a rozarse en la mente de una familia que hasta entonces pasaba en el barrio por normal.

Es posible que uno jamás se reponga de que su padre sea un asesino. Lo único que podría salvar a mi abuelo de la condena eterna por parte de sus hijos es el motivo: quería salvar a su hermana. Que la única salvación de la hermana fuera dejándola viuda... eso no puede saberlo nadie, ni lo sabremos ya. La reacción de la tía zoronga, la desconozco. Imagino que en casa de mi madre, con un cabeza de familia en la cárcel por asesinato, siete hijos y dos embarazos más, bastante tenían. Todos se alejaron de todos, y por eso cuando mi abuela cayó enferma de tuberculosis todos los hijos se vieron obligados —solos como estaban— a irse con algunos familiares o a colegios internos.

Mi abuela, cuando yo tenía seis o siete años, no podía comer dulces, caminaba por el pasillo de su casa arrastrando los pies, siempre vestía con batas floreadas de verano o de invierno, se peinaba con un moño que mi madre le iba arreglando cada tantos días y no tenía dientes. Eso fue lo que quedó de una mujer que vivió las cosas que vivió. Si mi abuela materna estuviera viva, podría pasar el resto de su vida contando historias, y sin embargo cuando yo la conocí, el recuerdo que tengo de ella es de una mujer más bien silenciosa. Le costaba hablar -quizá demasiadas pastillas de esto y de aquello- y supongo que prefería callar. Yo, tan pequeña, no podía imaginar las cosas que mi abuela podría haberme contado. Nadie hablaba de ella con lástima ni se hacían referencias a todas las penas que había tenido que pasar. Era como si todo aquello que pasó, aquello, lo que no tiene nombre, hubiera sido borrado de todas las mentes. La nueva generación, la nuestra, sería una generación limpia. Nadie hablaría de cuando algunos de los familiares que se quedaron con los niños corrían el riesgo de ser adoptados, y creo que nadie sabe cómo se sentía mi abuela mientras sus hijos estaban repartidos por la familia y el colegio mientras ella tenía tuberculosis y no podía hacer más por sus hijos. Dudo mucho que cuando mi abuelo salía de la cárcel nadie le preguntara por lo que hizo, las razones. Desconozco si alguna vez habló con su hermana sobre lo ocurrido. De aquella época, una época silenciosa, cargada de tabús, se sabe lo que mi madre recuerda -que son estas líneas. He intentado encontrar el caso de mi abuelo, pero Arcadio Ruiz ha sido olvidado por todos. En mi familia, apenas se habla de él. Pero el primer nombre que aparece en mi primer libro publicado es el de mi abuelo. Lo convertí en maestro y dejó a su esposa sin aprender a leer. La versión literaria de mi abuelo siempre será más benévola que su propia vida.

Y MAÑANA:

y 5. Preguntas que nunca se llegan a formular