El debate sobre la estructura del Estado

Los proyectistas

Necesitamos otra organización territorial y para ello hay que tomarse en serio la reforma de la Constitución

FRANCISCO CAAMAÑO

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En la España del XVIII el conocimiento era escaso. Salvo excepciones, el saber se circunscribía a un simple recordatorio del pasado con intenso olor a incienso que adornaba a una pequeña parte de la población. José lo comprobó muy pronto, aunque a costa de ser un niño gobernado en la distancia. Su madre falleció en el parto y de su padre nada supo hasta cumplir los 13 años. Fue un tío jesuita quien decidió robarle el mar de San Roque y enviarlo a estudiar a París. Después, con el retorno del padre, sus estudios continuaron en Londres y en Madrid. Fue militar de profesión y escritor de vocación. Su cosmopolitismo, el vivido y el estudiado –hablaba cuatro idiomas además del latín–, conformó la acidez de su mirada sobre España. No fue un creador original, pero sus críticas al costumbrismo y a la falsa cultura de la época son una verdadera obra de arte.

José de Cadalso tomó la idea de Mostesquieu. Se apropió abiertamente y sin tapujos de la metodología de las Cartas persas (1721) para escribir sus Cartas marruecas (publicadas de forma póstuma en 1789). Ambos libros comparten la perspectiva del narrador (un musulmán culto que se acerca a la vieja Europa) y la elección de la sátira epistolar como formato narrativo. Y, ambos libros son, por separado, unas piezas imprescindibles para conocernos.

La Carta XXXIV podría haberse escrito esta misma mañana. Hay cosas que nunca cambian. En ella nos habla de los proyectistas, «una secta de hombres extraordinarios», con los que nunca se sabe si llorar o reír. En concreto, se refiere a un experto en canales, cuyo ingenio le ha llevado a formular la siguiente propuesta: «Tengo uno para España, el cual se ha de llamar canal de San Andrés, porque ha de tener la figura de las aspas de aquel bendito mártir. Desde La Coruña ha de llegar a Cartagena, y desde cabo de Rosas al de San Vicente. Se han de cortar estas dos líneas en Castilla la Nueva, formando una isla, a la que se pondrá mi nombre (…)». Tenemos, así, «una división geográfica de España, muy cómodamente hecha», añadiendo que cada parte tendrá su idioma y el traje que se estile. La meridional, de la isla hacia abajo: «andaluz cerrado»; «montera granadina muy alta, capote de dos faldas y ajustador de ante». La septentrional: «vizcaíno»; (el traje) «ha de ser como el de los maragatos». La occidental, que «se contiene hacia la orilla del mar Océano hasta Galicia y Portugal»: «gallego»; «calzones blancos largos, con todo el restante equipaje que traen los segadores gallegos». Y la oriental «lo de Cataluña»; «gambeto catalán y gorro encarnado». «Para la mayor felicidad de los pueblos» en cada una de esas partes habrá «su iglesia patriarcal, su universidad mayor, su capitanía general, su chancillería, su intendencia, su casa de contratación, su casa de monedas, su hospicio general…».

ÁNIMOS SOSEGADOS

La enumeración de competencias (que diríamos hoy) se hacía interminable, hasta que uno de los presentes le dijo: «¿Sabéis lo que falta en cada parte de vuestra España cuatripartita? Una casa de locos para los proyectistas de Norte, Sur, Poniente y Levante». Y otro añadió: «¿Sabes lo malo de todo esto?… Lo malo es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se preocupa contra las innovaciones útiles y que estas, admitidas con repugnancia, no surten los buenos efectos que producirían si hallasen los ánimos más sosegados».

Negar la diversidad de España es negar lo que somos. Pensar que «lo de Cataluña» (o lo del País Vasco, Galicia o Andalucía) es la ocurrencia de un proyectista a la que se puede dar carpetazo, es un ejercicio de matonismo ridículo e irresponsable. Llevar la ocurrencia al Tribunal Constitucional buscando criterio de autoridad es obligarlo a reverenciar a un rey desnudo. Los alambicados esfuerzos del tribunal por vestir jurídicamente lo que solo son despropósitos políticos, minan su ya debilitada credibilidad.

 España solo puede ser democrática si se reconoce en su diversidad y el autonomismo –concepto nacido para negar la federación– es, en estos días, un proyecto hundido y desacreditado gracias, en buena medida, a la persistente actitud de la derecha que hoy, paradójicamente, pretende patrimonializarlo. Necesitamos otro proyecto territorial para España por lo que debemos tomarnos muy en serio la reforma de la Constitución. Porque «lo malo de todo esto» es que, por no reformarla de forma sincera, serena y dialogada, aparecen proyectistas dispuestos a ofrecer consultas populares, constituciones, elecciones plebiscitarias y hasta estados paralelos, financiándose y amparándose en el poder que les otorgan la legalidad y las instituciones de las que, precisamente, reniegan.

Y la gente? Pues, eso, «desazonada» y «preocupada» ante política tan frívola.