Los efectos del cambio climático

La hora de los hechos

Las previsiones de 1997 en Kyoto ya forman parte de nuestro convulso presente

FRANCESC REGUANT

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Han bastado diez días de calor sofocante para ganar unanimidades en relación al cambio climático. Esta ola de calor probablemente será considerada como la más intensa desde que existen registros, hasta que una próxima la exceda. Pero volverá la temperatura normal y volverá la incredulidad o la pereza a actuar, incluso la incomprensión hacia los que sí quieren actuar. Me referiré a ello partiendo de la anécdota.

Recientemente, en una conferencia de Miquel Torres, presidente de Bodegas Torres, el ponente se extendió en detalles acerca de las medidas que estaba tomando su empresa para adaptarse al cambio climático, tal como la ubicación de viñas en zonas más altas y/o más frías o el impulso de las energías renovables para moderar emisiones de gases efecto invernadero. Curiosamente en el debate posterior salió el aparente sinsentido de destinar unos recursos presentes para atender un hipotético y lejano problema. 

Pero, la pregunta estaba mal formulada. El cambio climático no es hipotético y ya no es solamente futuro. Fijemos como fecha el tratado de Kyoto el 11 de diciembre de 1997. Han pasado casi veinte años. Los teóricos de entonces nos hablaban de un escenario que muchos calificaron de apocalíptico. La FAO expresaba preocupación por la seguridad alimentaria dibujando un futuro con más pérdida de cosechas por fenómenos meteorológicos extremos, incremento de sequías prolongadas y de daños por viento, proliferación de plagas, modificación de las respuestas fenológicas de las plantas con efectos inciertos, aumento de los incendios forestales y crecida del nivel del mar con inundación de tierras fértiles y salinización de aguas.

Desde diferentes centros de prospectiva se pronosticaban tensiones en los recursos de agua, energía y suelo agrícola, que unidas a una población creciente y más urbana podía determinar dinámicas económicas convulsas con precios más elevados en activos básicos, desviación de comercio por razones de aprovisionamiento alimentario, migraciones descontroladas, incremento de tensiones territoriales, sociales y políticas. Esto, claro está, quizás sucedería más o menos en el 2100. Ante este “largo me lo fiais” el cambio climático para muchos quedó como fenómeno religioso. Es decir, pasó a ser un problema de fe, ante la mirada atónita de los científicos.

Sin embargo, si repitiera el párrafo anterior y lo identificara como descripción de la situación actual, ¿alguien notaria la diferencia? No hablamos del 2100, hablamos del presente y pasado inmediato. Durante los últimos años, el cambio climático ha actuado como detonante directo o indirecto de graves tensiones económicas, sociales y políticas. Por ejemplo, en julio del 2010 una prolongada y jamás registrada ola de calor mantuvo el centro de Rusia a 40 grados durante casi un mes, destruyendo la cosecha de trigo de uno de los grandes productores mundiales. Los fondos especulativos, siempre atentos, generaron una burbuja que en semanas dobló el precio del pan. Unos meses después, en Túnez y Egipto, la población indignada salía a la calle al grito de “pan y libertad”, iniciándose así las primaveras árabes, que están modificando los equilibrios geoestratégicos globales y abriendo nuevos escenarios de confrontación. 

Cumbre de París

La hora de actuar ha llegado, nos viene recordando año tras año la Agencia Internacional de la Energía. De previsiones futuras hemos pasado a hechos objetivos con graves y costosas consecuencias, que serán todavía más costosas si se retrasa la actuación. Resolver el entuerto no será fácil dado que solo puede ser abordado a partir de grandes acuerdos y actuaciones globales. Este es el objetivo de la cumbre de diciembre en París sobre el cambio climático.

Con este motivo Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, ha retado a todos los países a aportar medidas audaces. Tal parece que, por fin, la gravedad de la situación está acercando posiciones, a pesar de ello los consensos serán difíciles. Mientras, el Gobierno de España toma medidas en dirección contraria, estableciendo diques incomprensibles –más allá de los obvios e inconfesables– contra el impulso de energías sostenibles. Es por ello que, volviendo a nuestra anécdota, quizás sea aún más meritorio que empresas españolas adopten posturas avanzadas despreciando posibles ventajismos, a la espera de que otros asuman los costes iniciales de los cambios que serán ineludibles. Sin duda, se me ocurren muchas razones para ser previsor y unas cuantas más para ser socialmente responsable, pero, incluso en términos estrictamente de caja el pionero puede obtener beneficios de la anticipación y de la imagen asociada a este hecho.

Economista.