Los retos de la autonomía universitaria

El deber de decidir en la universidad

El encargo de proveer un servicio formativo ha de adaptarse a las necesidades cambiantes de la sociedad

FERRAN SANCHO

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En una sociedad democrática, las instituciones públicas, además de ejercer las funciones que les han sido conferidas por ley, han de poder actuar innovando y proponiendo cambios que beneficien al conjunto de la ciudadanía, directa destinataria de los servicios públicos. Así vienen significándose las universidades, que históricamente han gozado de un reconocimiento explícito de autonomía en la gestión.

La Constitución de 1978 reconoce la autonomía universitaria en los ámbitos de actividad propios de la universidad: docencia, investigación y transferencia de conocimiento. Pero la autonomía implica necesariamente un deber de decidir, que debe plasmarse en los cambios que la sociedad reclama con urgencia a esta institución, igual que se reclama al resto de instituciones públicas y a los mismos gobiernos.

La universidad tiene el deber de decidir en la definición de los procesos de selección de su personal académico y profesional, pues no hay política más trascendente para su futuro que la relativa a la selección de personal. La competencia internacional en la captación del mejor talento académico es enorme y, sin embargo, las leyes españolas siguen estableciendo un marco para la contratación del personal universitario cerrado, autárquico e hiperregulado, que ignora que el talento trasciende fronteras y que la movilidad del capital humano es consustancial a la ciencia. En estos tiempos, ¿pueden competir globalmente nuestras universidades públicas cuando las retribuciones de sus profesores se siguen fijando, al milímetro, en el BOE o en convenios colectivos?

La promoción y protección del talento

La universidad tiene el deber de decidir las políticas que impulsen la equidad en el acceso y la permanencia en el sistema. Una sociedad justa, con pretensión de progreso, no puede basarse en la exclusión sistemática, por motivos económicos, de uno de sus mayores activos: el de una juventud con talento para dejar huella. El coste social de dilapidar este talento es demoledor. Las universidades pueden complementar pero no sustituir las políticas transversales que son, digámoslo con claridad, responsabilidad exclusiva de los gobiernos. ¿Puede una política heterogénea, confusa y asimétrica de precios públicos, con becas escasas e insuficientes, ser un mecanismo de promoción y protección del talento? ¿Es esta política la adecuada para la internacionalización de los centros y la captación de estudiantes procedentes de otras latitudes?

También le compete a la universidad el deber de decidir la estructura organizativa que proporcione la máxima eficiencia en la prestación del servicio de educación superior. En una sociedad digitalizada, la universidad debe cambiar sus formas atávicas de funcionamiento y debe adaptarse a cambios cada vez más rápidos y de mayor calado. Un ejemplo de este cambio de paradigma son los cursos MOOC (Massive Open Online Courses), que permiten a cualquier persona acceder, a través de internet y de manera gratuita, al conocimiento científico, tecnológico, cultural y formativo. La universidad debe decidir si se adapta al cambio tecnológico y lidera su implementación o languidece en la gloria de un pasado que no va a regresar.

Atender a las necesidades de las empresas

La universidad tiene el deber de decidir los protocolos de promoción de la investigación básica y orientada, y su articulación eficaz con las necesidades de la sociedad, en un sentido amplio. No se trata de atender únicamente las necesidades inmediatas de las empresas. La transferencia de conocimiento se inicia en la docencia y se canaliza a través de la formación avanzada para llegar, con los avances en investigación, a ofrecer respuestas a los problemas y necesidades de la sociedad, de una manera amplia e inclusiva que trascienda al subconjunto, importante pero limitado, de las empresas.

Los resultados de la investigación básica han de ser considerados como un bien público. Nada justifica que los avances en la ciencia queden restringidos a un grupo privilegiado de la población, como consecuencia de su apropiación por parte de un grupo de interés. La transferencia de conocimiento a través de su explotación comercial ha de ser equilibrada y por supuesto ajustada a costes para que sea efectivamente viable.

La universidad tiene también, naturalmente, el deber de explicar a la ciudadanía cómo se gestiona, rindiendo cuentas con transparencia de sus resultados en docencia, investigación y transferencia. Todos estos deberes son una obligación inexcusable de las universidades, que tienen el encargo de proveer a la sociedad de un servicio formativo adaptado a sus necesidades cambiantes y de promover una investigación competitiva a nivel internacional, que a la vez constituya un vector de transformación social y progreso económico.