Una mala práctica social

Neocaciquismo y clientelismo cultural

El déficit en democracia cultural supone un freno al relevo generacional de movimientos ascendentes

JOSEP FORNÉS

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El caciquismo fue un sistema social y político en el que, a pesar de haber instituciones democráticas, en la práctica el poder real estaba en manos de personas que ostentaban una mayor influencia económica y social que las demás. A estas personas se las solía llamar caciques. Su influencia se hacía sentir sobre todo a nivel local, pero también en ámbitos más amplios; solían manipular los resultados o los mandatos democráticos según sus intereses. El caciquismo se consolidó en España durante la restauración borbónica de los siglos XIX y XX. Los Països Catalans no fueron una excepción, a pesar de los periodos revolucionarios. Los caciques controlaban los votos de su localidad facilitando el bipartidismo que la restauración demandaba. Solía ser gente poseedora de prestigio económico, social, o de un capital cultural reconocido, que contarían con una clientela dependiente, gente que trabajaría para ellos, capaz de intimidar a otras personas que sabrían que, si las cosas no se hacían según sus deseos, sufrirían las consecuencias.

El clientelismo es también otro tipo de práctica social y política basada en el favorecimiento de gente con privilegios, como compensación al apoyo político, electoral, o al establecimiento de una relación jerárquica de dependencia. El clientelismo se expresa hoy en forma de redes de poder y de influencia que facilitan bienes, trabajo o ayudas en forma de favores mutuos. En Barcelona y en el país que encabeza, a lo que posmodernamente se suele llamar el territoriel sector cultural a menudo ha sido controlado por una élite que ostenta un poder en red. Galeristas y coleccionistas de arte, marchantes e industrias culturales, fundaciones, entidades o patronatos; una extensa trama de relaciones empresariales y sociales en constante competencia y relación. La llamada externalización de la gestión de servicios y equipamientos culturales públicos ya forma parte de la cultura de gobierno de las administraciones públicas resultantes de pactos de gobernabilidad.

En democracia es nefasto que este clientelismo penetre en el imaginario colectivo como ejercicio de poder, por pequeño que sea. Es difícil no hallar en cualquier pueblo, ciudad, barrio, ciudad o comarca catalana, también en el Principat, un pequeño neocacique, con frecuencia un hombre, que haga muchos años que presida, o mueva los hilos, de una u otra entidad cultural, deportiva o social de todo tipo; técnicos en cargos públicos casi vitalicios... Incluso con el inefable caloret valenciano, no ha habido ningún rincón de los Països Catalans ajeno a estas malas prácticas, ya pesar de la excepción de la gran fallera, la mayoría han sido, como he dicho, hombres, o quizá ya no...

DÉFICIT DE DEMOCRACIA CULTURAL

Lo que a primera vista suele aparecer como una actitud altruista, que quizá lo es, como un sacrificio personal por el bien de la institución, que quizá también lo es; si lo miramos a una escala más grande representa un déficit en democracia cultural y participación, y conlleva una dificultad para el relevo ideológico y generacional de la base de los movimientos ascendentes de la cultura en nuestro país. El nicho ecológico que ocupan estos agentes socioculturales de larga duración es a menudo preservado y protegido contra los agentes externos, vengan de donde vengan, sobre todo si vienen de la capital. Todo ello genera una endogamia que no ayuda nada al cambio, y que, por el contrario, genera resistencias y esclerosis cultural. Las políticas erráticas de subvenciones culminan esta situación y la hacen crónica.

Un país pequeño que mira a menudo con cierto recelo una Barcelona a veces omnipresente. Ideológicamente el antibarcelonismo puede ser considerado, lisa y llanamente, como un instrumento más para desdibujar la identidad o la conciencia nacional catalana, para hacer de nuestro país y de su capital una realidad cada vez más provinciana. Desde la restauración borbónica en el siglo XIX el caciquismo político, económico, social y cultural ha exhibido la estrategia de la división para debilitar y así vencer y asimilar.

Una nación sin capital es una nación decapitada, sobre todo en cuanto a la realidad cultural catalana. Esto lo saben bien los que quieren desdibujar cualquier rastro, que los hay y son poderosos. Una apuesta decidida y libre de complejos para hacer de Barcelona una capital cultural útil para la república catalana posible debe superar el clientelismo, debe superar el antibarcelonismo, pero también la arrogancia urbana que en algún tiempo ha empapado algunas actitudes y prácticas culturales de la Barcelona metropolitana, que no capitalina. Hay que estar muy atentos a lo que tiene que pasar estos meses de julio, agosto y septiembre. ¡Que pase!