La colisión de derechos en la sociedad

Silbando a Holmes

Conviene no olvidar que la libertad de expresión no nació para defender la posición de la mayoría

FRANCISCO CAAMAÑO

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Por razones que ahora no son del caso, llevo unos cuantos fines de semana practicando lo que llamo relectura de conexión inmediata. El repaso de un libro me lleva intuitivamente a otro, en principio distante, pero en el que, acaso, pueda hallar consuelo acerca de una idea a la que no acabo de encontrar cobijo. Es, así, como hace unos sábados salté de 'Individuo y división de poderes' de Odo Marquard, en el que indagaba acerca de la indefinición como causa de la libertad, a una vieja edición (1923) de 'The Common Law', escrito por O.W. Holmes en 1881, que heredé de la biblioteca mi padre. Libertad, experiencia, derecho… esas eran las palabras que me rondaban la cabeza cuando me encontré con la siguiente afirmación: “Si un hombre se halla en el océano agarrado a un tablón que solo puede sostener a una persona y un extraño se aferra a él, habrá de apartarlo, si puede. Cuando el Estado se encuentra en una posición similar, hace lo mismo”.

La equiparación, por sí sola, me pareció tan desafortunada y cruel, que cerré el libro. No me esperaba algo así de hombre tan prudente como el juez Holmes. ¿Puede el Estado hacer lo mismo que las personas? No. El Estado no fue ideado para sobrevivir a costa de las personas sino, muy por el contrario, para servirlas. A diferencia de sus ciudadanos, no puede alegar ni estado de necesidad ni legítima defensa. 

El problema surge, sin embargo, cuando nos percatamos de que, en democracia, el Estado –como decía el eslogan de Hacienda– “somos todos”. La disputa por sobrevivir en el tablón se produce y sostiene a diario entre mayoría y minoría. Una mayoría que invoca el interés general como argumento explicativo de la exclusión de la minoría: es razonable “salvar a los más”. Y, una minoría que apela en su defensa a un concepto, el de dignidad, que es la traslación, al plano del discurso público, del sentimiento de angustia empática que nos caracteriza como especie. Es ese instinto de salvar a los “nuestros” a riesgo de perder la propia vida el que nos ha movilizado competitivamente frente al peligro proveniente de otras criaturas y es, políticamente, esa misma genética republicana, que la psicología evolutiva denomina inteligencia emocional, la que nos ha llevado a reconocer ciertos derechos a la minoría. Los derechos humanos, los derechos fundamentales, son de “todos” para que la mayoría democrática empatice su angustia con la minoría. Cuando la dignidad, como cualidad común, se convierte en interés irrenunciable de la comunidad, el sacrificio de un solo individuo repugna al grupo.

Reproche, pero libertad

En las sociedades democráticas, los derechos fundamentales administran un complejo sistema de turnos que permite transitoriamente a la minoría agarrarse al tablón de la mayoría en un intento por no dejar tirado a nadie. Para alcanzar ese fin, la mayoría tendrá que flotar por sí misma mientras la minoría descansa asida al tablón. Se sentirá, pues, incómoda, desplazada, habrá quien diga que agredida en su normalidad e, incluso, no faltarán quienes sostengan que así no se puede seguir, que es un abuso y que alguien –para eso está el artificio del Estado– debe tomar una decisión firme e interpretar los derechos fundamentales de forma que permitan liberar lastre. Siempre que el ejercicio de un derecho fundamental se convierte en el centro de un conflicto suena el mismo coro de voces. Últimamente lo hemos vivido con ocasión de los silbidos de una parte del público en encuentros deportivos mientras se interpretaba el himno de España en presencia del jefe del Estado. Con independencia de la escasa educación cívica de quienes practicaron las pitadas y del reproche social que merece esa conducta, cumple no olvidar que la libertad de expresión no nació para defender la posición de la mayoría.

Podemos cerrar el campo, como lo hizo Primo de Rivera con el del Barcelona el 14 de junio de 1925, a petición del entonces gobernador civil, general Joaquín Milans del Bosch. O podemos leer la Sentencia del Tribunal de Derechos Humanos Handyside contra Reino Unido (7 de diciembre de 1976), en la que se dice, entre otras cosas, que la libertad de expresión no solo ampara las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también las que chocan inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Quien opte por lo segundo podrá comprobar, como escribió Odo Marquard, que el ser humano es libre porque “existen muchas realidades que lo definen (muchas convicciones, tradiciones, historias, poderes sagrados, formaciones políticas, fuerzas económicas, culturas y otros determinantes)” y que es el espacio de la duda y la resistencia a reconocer una única verdad lo que acaba haciéndonos libres