O casi

Escribir merece la pena por el simple hecho de escribir, sea cual sea el destino que acabe teniendo lo que escribamos

ENRIQUE DE HÉRIZ

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Última clase de Novela en la Escuela de Escritura del Ateneu de Barcelona. Como cada año (o casi), al salir vamos a cenar juntos. Me invitan: un milagro, teniendo en cuenta que, por la naturaleza programática del curso, me he tirado nueve meses prohibiéndoles escribir (o casi) mientras no tuvieran resueltas todas las cuestiones estructurales de su novela, más todos los detalles (o casi) pertinentes al guion, los personajes, el tono.

Al sentarme a la mesa me encuentro delante una caja preciosa, cerrada con un lazo negro. La abro y voy sacando objetos: una reproducción de una Harley Davidson de 1909; una bota de fútbol para un pie del 26; un cuaderno manuscrito con recetas mexicanas; una brocha; un bote de salchichas; una caja de pastillas de própolis; un billete de tren con destino al Olvido (solo ida); una ilustración de los signos que representan mi nombre en el lenguaje de los sordomudos; una muñequita de porcelana con una estrella de David; una bolsa con papel de fumar, filtros y una hierba que no huele a orégano; un preservativo y un trasatlántico. El juego está claro: cada alumno ha escogido un objeto que ilustra su proyecto de novela. Yo solo tengo que irlos sacando de uno en uno e identificar al autor correspondiente. Lo hago encantado, feliz por la generosidad, por el cariño puesto en un regalo que consigue ser colectivo e individual a la vez, en representación de lo que deberían ser siempre las dinámicas grupales. Además, es una representación a escala del juego de empatías obligatorio en toda ficción novelística: nuestra imaginación crea un lugar que solo existe de verdad cuando lo recrea la imaginación de los otros.

Mientras sigo el juego, sin embargo, no puedo olvidar del todo el mail que esa misma mañana he recibido de un exalumno decepcionado porque, una vez terminado su proyecto, le está resultando imposible (o casi) conseguir que algún editor quiera leerlo. He dicho leerlo, no ya publicarlo. No digo nada a mis 12 alumnos ilusionados. Y no por evitarles el chasco, sino porque el curso ha terminado ya y este año no me apetece soltar el último sermón, que siempre es un recordatorio de que escribir merece la pena (o casi) por el mero hecho de escribir, mucho más allá, o acá, del destino que acabe teniendo lo que escribamos.

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