OPINIÓN

Compromiso

ESTHER SÁNCHEZ

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La profesora de retórica Judith Butler sostiene que nuestra supervivencia no depende no de la vigilancia y defensa de una frontera, sino de reconocer nuestra estrecha relación con los demás.

Hace unos días lo recordaba mientras leía una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia. Declaraba la procedencia de un despido disciplinario del director de una entidad financiera que había autorizado descubiertos recurrentes y la posibilidad de financiación a crédito de un cliente y su entorno familiar, pese a que adeudaba a la entidad más de 250.000 euros y a que estaba clasificado como cliente a extinguir tan pronto saldara su deuda.

Empieza la sentencia con la semilla de la sospecha: «En la oficina hay un cliente que tenía mucha relación con su director…». Una forma algo sesgada de referirse al clientelismo que aqueja patológicamente a nuestro país, pero que a otros niveles nunca se cuestiona.

No se dan más detalles de las razones por las que el cliente estaba en una situación económica crítica. Tampoco el tribunal parece considerar que ello pudiera tener ninguna importancia. Los porqués parecen ser irrelevantes. Se juzga de forma uniformada la conducta, sin entrar en sus razones. Uno es responsable simplemente por hacer o no hacer. El contexto en el que se produzca esa conducta no existe.

O dicho en lenguaje judicial: la inexistencia de perjuicios para la empresa, la no acreditación de lucro personal para el trabajador, la inexistencia de una voluntad del mismo de comportarse deslealmente, o que se pudiera haber actuado compasivamente ante una situación personal y económica grave, carece de trascendencia. Lo relevante es que se ha vulnerado la buena fe contractual, se ha quebrado la confianza depositada en un trabajador con un cargo directivo. Y así, ¿cómo vamos a obligar a la empresa a mantenerlo en su puesto?

Un director de una entidad financiera, nos dice la sentencia, maneja fondos y representa la imagen de la empresa, por lo que le es exigible un mayor nivel de integridad, honradez y confianza. De hecho, los tribunales, de forma reiterada vienen advirtiendo que los cargos de confianza y jefatura deben someterse a un mayor rigor y rectitud en su conducta. Aquí sí que el contexto importa: hay puestos y puestos de trabajo.

Fijémonos en las consecuencias. El directivo se convierte en un autómata, en un ejecutor de normas y debe cortar cualquier atisbo de sensibilidad hacia su entorno. Desaparece el compromiso porque no le permitimos que nadie le ponga en un compromiso. El poder se desnaturaliza, porque no se pone más que al servicio de un mero interés contractual e individual.

Una amenaza latente a nuestra supervivencia como comunidad, frente a la que no queda más alternativa que la de que las empresas se tomen posición socialmente... y también los consumidores.

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