Cuentos chinos

Francisco Javier Zudaire

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Abran los oídos, vivimos con los contadores de cuentos instalados en la calle. De golpe, no hay ninguno que no sepa rematar sus relatos con el broche, manido y secular, de felices y perdices; en qué lugar permanecían ocultos y faltos de soluciones hasta ahora, no se sabe, pero es como si la ciencia infusa se hubiera apoderado de ellos, la misma que los abandonará, probablemente, al minuto de pisar la moqueta. O repisar, que de todo habrá. Del plomo sale oro con la alquimia del pico, y donde no había salidas, sobra por decalitros el bálsamo de fierabrás, y si hace un cuarto de hora únicamente triunfaban los recortes, ahora pastan las promesas de vacas gordas a reventar. Sólo si lo votas a él. Se acabó la miseria, de ilusión también se vive. Viva la  credulidad, que nos permite cumplir los requisitos y trámites establecidos al toque de campana y sostener así el sistema. Cuentos, cuentos, cuentos...

¡No me vengas con cuentos chinos!, solían decirnos cuando estas alusiones etnológicas eran políticamente correctas. Entonces, China estaba mucho más lejos que hoy, ni en broma tropezabas con uno de sus súbditos por la acera, y la frase de marras se traducía, llanamente, por falsas promesas, engaños o intentos de. Hoy no la pronunciamos porque los chinos de verdad nos rondan por las calles y podrían sentirse ofendidos, aunque esa delicadeza de prudencia concedida, por nuestra parte, no modifica en absoluto el concepto que todavía mantenemos sobre qué es y qué pretende un cuento chino.

Tengo visto en el parque un bonito cerezo chino. Debe de estar ahora en campaña electoral. No da cerezas, pero sí da…  gusto verlo. Podría alegarse en su contra esa tozuda ausencia de fruto, pero es ley no escrita que nadie es perfecto. Incluso esa banda de chorizos que oscurece la luz del sol en este país no puede tenerlo todo y acaba -si no completa, buena parte-, entre rejas. Pierden la impunidad, se delatan al creerse dioses irreprochables y aterrizan de bruces en  el fango. No, no se puede alcanzar la perfección, es verdad. Lo sé porque también yo soy cerezo chino: de más ruido que nueces, para dejarlo claro. Eso sí, mis limitaciones no se abonan con dinero público.

La huella de China, decía, aparece hoy en la mayoría de lugares -no sólo en mi parque-, y cualquiera es poseedor de algo originario de aquel país. Bueno, de hecho resulta casi imposible no tenerlo y si usted cree que lo ha conseguido, haga el favor de repasar, por arriba y por abajo, esa tostadora alemana de la que se siente tan orgulloso y verá cómo por ahí, escondida, aparece la marca del made in que lo pondrá mirando a Oriente. Y no por ser china, sino porque se la metieron doblada con intención de engañar. Ése es el problema. Importa menos el producto que la burla.

Tú puedes acudir a un mitin y confiar en la persona que sale a la palestra a desgranar un programa y prometer una trayectoria apetecible. Es más, habrá detalles que, de no cumplirse, podrás entender, hacerte cargo porque los imponderables, los malditos imponderables, terminan por imponerse a las voluntades más firmes. Es posible que ese candidato luzca un interior colmado de buena fe y que, más tarde, alguien lo ponga en su sitio y le explique que las campañas no pasan de ser eso, campañas. Campañas donde se promete el oro (lo del moro, lo dejamos para otro día).

Pero más allá de ese encuentro comprensivo con el político, al que estás dispuesto a llegar, existe un tope de indecencia que no es posible traspasar sin sufrir arcadas: el engaño por el engaño, el cuento chino planificado y prefabricado antes de subir al escenario, el escarnio elaborado desde el robo, el desahogo de nutrirse de sobresueldos obscenos, los mil y un abusos derivados del cargo y en el propio beneficio, aumentarse el sueldo sin consuelo cuando la gente las pasa putas,  enchufar a  los amigos.... Todas esas prácticas perfectamente maridadas con los sinvergüenzas.

Por eso, ahí sentado, oyendo al candidato te entra la duda de si estarás ante una nueva patraña o en esta ocasión será posible digerir sin sobresaltos ese discurso esperanzador. Quisieras creer, te gustaría olvidar el pasado reciente, poner la ilusión en el voto..., ya sabes qué hay al otro lado de los sistemas democráticos, y no es nada bueno. También eres consciente de que la imperfección de los sistemas se multiplica por mil cuando caen en manos de corruptos.

¿Qué hacer, entonces? Muy fácil: si viviste cuando la noche oscura no dejaba ver las urnas, corto es el consejo, sabes de sobra qué conviene; y si llegaste a este mundo con la oprobiosa finada, pregunta por ahí, y te dirán hasta hartar.

Hay lo que hay, luchemos por que haya algo un poco mejor.