MIRADOR

Pensar con la cabeza

Rigau miente cuando dice que se quiere separar a los niños por razón de lengua

JOAQUIM COLL

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No seré yo quien defienda a José Ignacio Wert, cuyos modos no me gustan y su ley de educación, menos. Otra oportunidad perdida en una materia tan necesitada de un mínimo consenso. Recordemos que en un gesto inédito en la vida parlamentaria, toda la oposición, desde el PSOE hasta Izquierda Plural, pasando por Coalición Canaria, CiU y PNV, se comprometió a derogar la LOMCE en la próxima legislatura. Dicho esto, me ha dejado estupefacto la furibunda reacción política y mediática contra el recurso del ministerio para que se cumpla la ley en el decreto de matriculación. De «ataque, cruzada o carga contra el catalán» se ha calificado la iniciativa de que se incluya una casilla en la que se pueda elegir si se quiere que el castellano sea lengua vehicular, junto al catalán, en una proporción razonable que el TSJC cifró en el 25% del total de asignaturas. No acierto a saber de qué forma se está atacando al catalán por pedir que pueda estudiarse una asignatura troncal en castellano. Todos los idiomas que queremos que los jóvenes dominen deberían tener la consideración de vehiculares en la educación. Es la única forma que los aprendan de verdad. Es una cuestión de sentido común.

El nacionalismo catalán ha consagrado un modelo en la escuela pública que, además de ser hipócrita con lo que se hace en bastantes centros privados, no era la propuesta inicial del catalanismo. Frente al peligro para la cohesión social que hubieran significado dos redes escolares, en catalán y castellano separadamente, en 1983 los diputados socialistas Marta Mata y Pepe González lideraron, con el apoyo del PSUC, un consenso amplio a favor de una sola red. Tenía que ser un modelo de conjunción, no de exclusión de una lengua sobre la otra. Nadie serio discute que el catalán necesita mayor protección, y por ello es razonable que sea el centro de gravedad del sistema educativo (lo dice el TC). Pero marginar al castellano es otra cosa. Para los jóvenes de entornos catalanohablantes, sobre todo de las comarcas interiores, la inmersión es sencillamente escuela monolingüe. Al igual que sucede en Valladolid, pongamos por caso, pero en catalán. Para los castellanohablantes, en cambio, es un modelo que contiene un elemento de discriminación simbólica y afectiva, pues su lengua materna es tratada como extranjera.

Irene Rigau miente cuando dice que se quiere separar a los niños por razón de lengua. Es la Generalitat quien lo hace cuando resuelve la cuestión dando una atención individualizada, o sea, segregada, a los niños de las familias que han pedido que el castellano sea también vehicular. Es una forma de marcarlos e impedir que aumente la demanda. Y repitiendo ese y otros mantras sobre las bondades de la inmersión se impide que muchos en Catalunya sean capaces de pensar con la cabeza.