Un referente religioso y cultural

De hija de conversos a santa de la raza

Teresa de Jesús murió en el desamparo, pero luego todos quisieron apropiarse de su enorme figura

REYES MATE

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Teresa Sánchez Ahumada fue en vida un equívoco y lo continúa siendo. Aunque nadie como ella fustigara a la España de la honra y las apariencias, la nobleza se disputaba su presencia; y, siendo nieta de un marrano toledano condenado por la Inquisición, ha sido celebrada como la santa de la raza. ¿Qué ha pasado con esta singular mujer que produjo y produce entusiasmos donde debería generar rechazo y es rechazada cuando se manifiesta como realmente fue?

El equívoco comenzó en vida, porque el abuelo, Juan Sánchez, procesado por judaizar, pensó, tras cumplir la condena, que para perder de vista a la Inquisición había que cortar por lo sano. Decidió consecuentemente comprar una identidad falsa de cristiano viejo, cambiar de apellidos (Cepeda por Sánchez) y mudarse de Toledo a Ávila. La familia ocultó al mundo su pasado, pero sin que ninguno de sus miembros se engañara a sí mismo… ni a la Inquisición, que siempre sospechó de Teresa. No le cuadraba en la tipología de cristiano viejo una mujer con esa afición a las letras, que no exigía a las postulantas documento de pureza de sangre, que criticaba tan desenvueltamente el culto a la honra y que tenía entre sus libros preferidos obras de Juan de Ávila, Fray Luis de Granada o el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, autores con un pasado sospechoso por venir del judaísmo. Ella sabía que la seguían y que «el carro de la Inquisición estaba presto para llevarme», aunque supo sortear las emboscadas hasta el punto de que fue incorporada a la estirpe de los puros de sangre. El momento más grotesco de esta historia de engaño es el paseo de Franco con el brazo de Teresa Cepeda a modo de amuleto por los campos de batalla; él, que había declarado a «judíos y masones» los grandes enemigos de la nueva España. El engaño duró hasta 1947, cuando la historia conoció el secreto tan bien guardado por la familia y tan mal conocido por los demás. Solamente Américo Castro intuyó que Teresa era una ex illis, como Cervantes o Fray Luis de León.

Otro momento del equívoco lo encontramos en su propia escritura. Nadie ha sabido como ella contar de una forma tan natural lo extraordinario que vivió. Con razón ha sido festejada como una de las grandes escritoras en lengua castellana. Pero lo elocuente son las tachaduras de sus censores o sus silencios. El confesor rayó con rabia un escrito de ayuda para sus monjas en el que Teresa recordaba que Jesús «favoreció a las mujeres con mucha piedad, pero el mundo nos tiene acorraladas hasta el punto de que no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa». Ella quería ser «harto más que una mujer», porque se rebelaba contra el papel que la sociedad y la Iglesia le tenían reservado.

Y luego estaba lo que su escritura callaba o solo daba a entender. Cuando el dolor físico arreciaba o se sentía extenuada tras alguna incursión mística, hablaba con una «lengua en pedazos», rota e incapaz de articular la experiencia vivida. La lengua se convertía entonces en grito que, como la famosa ronquera de Fray Luis de Leóndenunciaba sin vocalizar la hipocresía de los unos, la falsedad de los otros o el sufrimiento propio. Juan Mayorga ha captado bien en su pieza teatral La lengua en pedazospersigue, ducho en sonsacar lo que sus víctimas más celosamente velaban: «Vuestras palabras esconden más que dicen». Y eso él no lo podía tolerar. Lo inquietante es lo que la palabra esconde. Lo peligroso para el orden establecido es que haya alguien que piense que no todo es apariencia, porque entonces algo hay que escapa al poder, algo que es libre y puede ser un peligro.

Pese a su fama en vida, muere desamparada. La despiden fríamente del convento de Valladolid, que ella fundara, y no la reciben mejor en Alba de Tormes, adonde llega moribunda. Todos intuyen, sin embargo, tras su muerte que su cuerpo es un tesoro o, mejor, un gran negocio, y por eso quieren apropiársela. Los teólogos que la mandaban a fregar, la consagran como doctora; los nobles que la calumniaban por burladora, la veneran como santa; los antisemitas la convierten en santa de la raza; los clérigos que censuraron o quemaron su comentario del Cantar de los Cantares por indecente, la celebran como escritora insigne. Sigue el equívoco. El más sincero fue el fiscal inquisitorial, Alonso de la Fuente, que la persiguió hasta la tumba, tratando de condenar la edición de sus obras emprendida por Fray Luis de León. No se le ocurrió otro argumento para su definitiva descalificación que reconocer paladinamente la calidad de su escritura. «Es tan sobresaliente su obra que no puede ser obra de mujer sino de ángel», dijo. Como si la obra de Teresa solo pudiera ser grande al precio de afirmar que no es suya. Ese ha sido su destino.