Análisis

La utopía salafista

JORDI MORERAS

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La religión puede ser un sextante que nos guíe en la incertidumbre de nuestras vidas. Las ideologías, en cambio, actúan más como una brújula, indicándonos siempre el camino a seguir. El islam es la guía para millones de personas en el mundo; el salafismo y el yihadismo no son más que ideologías de diferente grado pero que, desgraciadamente, atraen a muchos musulmanes. Es importante establecer esta clara distinción para evitar toda confusión entre lo que es un mensaje revelado y lo que supone una perversión moral.

El salafismo es una ideología doctrinal, mientras que el yihadismo es una ideología que tiene mucho más de nihilista que de política. Ambas parten de un supuesto utópico: poder reinstaurar el islam de los primeros momentos tras la revelación profética. Cuando en el siglo XVIII el teólogo Muhammad Ibn 'Abd al-Wahhab planteó la recuperación del islam de los orígenes, conformando la doctrina oficial de Arabia Saudí, se inició ese proceso de apropiación de un legado que pertenece a todos los musulmanes, como es la veneración de la figura de Mahoma y sus piadosos seguidores (los salaf). Desde entonces, la dinastía saudí ha ido sustrayendo la sustancia de esta devoción, como una estrategia política central en su larga disputa -primero con Egipto, hoy con Irán- por la supremacía en el liderazgo religioso del islam. Saudís, catarís y otras monarquías del golfo Pérsico han hecho valer su privilegiada posición en la economía mundial para exportar su propia interpretación del islam.

Pero ese juego estratégico no les está saliendo del todo bien: el salafismo, como ariete de penetración doctrinal entre las comunidades musulmanas del mundo, en ocasiones se ha acabado convirtiendo en una mera subcultura ritualista, ignorante de su propia tradición y con una desmedida voluntad supremacista que lo ha apartado del punto de centralidad que busca la ortodoxia. Mientras, el yihadismo se ha convertido en un arma de doble filo, que tras las amargas experiencias de Afganistán e Irak, y ahora Siria y Libia, se ha transformado en una pesadilla sin control en manos de liderazgos más preocupados por el tráfico de la heroína asiática, con ademanes gansteriles como los que gasta el líder de Boko Haram, o con misteriosos jeques con turbantes negros que proclaman delirantes fatuas. Y sin olvidar que sus principales víctimas son las poblaciones musulmanas.

En momentos de incertidumbre, las lecturas literalistas ayudan a clarificar las dudas. El salafismo busca convertir la doctrina en código que regule la conducta cotidiana. Hace de la norma una virtud. En el caso de Europa (y Catalunya), el salafismo desarrolla un discurso de oposición activa en relación a la sociedad occidental, que es vista como contraria a los valores y principios de la vida islámica. Desafiando las formas e instituciones occidentales, y corrigiendo las distracciones de los musulmanes (y especialmente de las musulmanas) con respecto a su observancia religiosa, pretende reconstruir una comunidad autosuficiente y exclusiva.

Pero, como todas las ilusiones, puede llegar a fascinar hasta que deja de hacerlo. Detrás de ese islam hueco se generan muchas decepciones. Que una sexta parte de las mezquitas en Catalunya hayan sido señaladas como salafistas no es tanto la prueba de su éxito entre los musulmanes catalanes como la constatación del vacío referencial existente en el seno del islam en nuestro país. Quizá sea necesario volver a insistir en que el yihadismo debe ser tratado desde una perspectiva de seguridad, pero no así el salafismo, que requiere de políticas sociales activas para evitar la des-integración. Ya no vale decir que combatir el salafismo es una forma de prevenir el yihadismo: ya hay personas que han entrado en el yihadismo sin haber pasado por el salafismo, ni incluso por el islam.