El tiempo de la política

La rapidez en cumplir medidas impuestas y la lentitud en su corrección social nos pasará factura

ALICIA GARCÍA RUIZ

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En 1975, John Greville Agard Pocock publicó The maquiavellian moment, referencia no solo para el estudio del pensador florentino sino para la reflexión general sobre la política. El reciente Maquiavelo: los tiempos de la política, de Corrado Vivanti, parece destinado a un papel similar. Ambos apuntan a los problemas de la temporalidad política, así como hacia los riesgos de lo que Wendy Brown ha denominado «moralización de la política». La gigantesca figura de Maquiavelo combina una reflexión sobre la virtud y el tiempo de la política. Por un lado, afirmando la política como técnica, desvela la careta hipócrita de una política de la virtud. Por otro, teoriza un insólito tipo de virtuoso que opera sobre la temporalidad: aquel que encuentra el momento oportuno o kairós para actuar políticamente a través de una combinación de fuerza y rectitud.

El príncipe maquiavélico debe «aprender a no ser bueno» para poder llevar la política al terreno de la utilidad, de lo pragmático. Gobernar no es asunto de santidad sino de organizar los pragmata, las cuestiones cotidianas que acucian a los habitantes de las repúblicas. La utilidad en Maquiavelo no es la utilidad para unos pocos, sino la que resuelve la vida práctica de muchos. Para lograr ese qué hay muchos cómos que precisan organizarse según un cuándo. El momento maquiavélico es aquel en el que una nueva república, surgida de las cenizas de la corrupción y el miedo, se enfrenta al problema de renovarse y consolidar institucionalmente sus principios.

La contraposición entre vieja y viejanueva. Lo que sucede es algo más que un choque generacional: indica un momento maquiavélico. Los tiempos en los que se despliega la política son ya los que definen qué es la política misma. La llamada vieja política se identifica con instituciones paquidérmicas en las que hoy anidan bandadas de corruptos. No falta razón en esta acusación, pero las instituciones tienen sus automatismos, los aparatos de Estado son, en efecto, aparatos dotados de una temporalidad específica. El problema es: ¿qué se está haciendo con esa temporalidad? El desacompasamiento entre tiempos institucionales y sociedad socava la capacidad de las primeras para satisfacer demandas apremiantes, que precisamente definen el corazón de las propias instituciones: igualdad, libertad y solidaridad. En los pragmata cotidianos campea en cambio la injusticia, la reducción de libertades y la desconfianza e incertidumbre frente al futuro. El ejercicio justo de la soberanía dentro de cada país está derrumbándose. Pero también las instituciones nacionales pierden su soberanía temporal en el contexto internacional, presionadas para cumplir contrarreloj objetivos inalcanzables si no es a un coste humano intolerable. El reloj de los estados marcha a este feroz compás y la tardanza en aplicar medidas de corrección de la desigualdad nos pasará factura.

Se nos dice que la política es asunto de deliberaciones a largo plazo. ¿Dónde estaban en las medidas urgentes de los últimos años? Con estos modos de hacer política, a la lenta temporalidad institucional se le añade un cemento que fragua al instante, dejando tras de sí daños difíciles de reparar. Cada uso autoritario de la capacidad legislativa, cada decreto ley unilateral, cada ley aprobada por la mera fuerza de la mayoría, golpea la tumba de Montesquieu.La llamada nueva política también se enfrenta a su momento maquiavélico. Tras un diagnóstico certero de las formas y fuentes del malestar mayoritario, ahora estos nuevos actores políticos han de superar la excepcionalidad de los estallidos dispersos y erráticos. Encaran el proyecto que Hannah Arendt describió como «constituir la libertad» (constitutio libertatis), a saber, la habilitación de un espacio político y mecanismos para las decisiones públicas sobre los asuntos comunes. Solo el tiempo revelará el éxito o el fracaso de este impulso, así como qué Maquiavelo pesará más: el de las técnicas de la batalla por el poder, el marketing, o el Maquiavelo republicano.

Max Weber, de temperamento sosegado, nunca habló de la política como asunto de virtuosos, sino de vocación. El arte de la política es el arte de lo practicable, si bien la primera práctica política es la disposición a cambiar el concepto mismo de lo que se puede practicar. «En este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez», afirma Weber. Ninguna apelación grandilocuente «a la hora de la política» tendrá valor alguno sin la audacia weberiana de «armarse desde ahora con esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas si no queremos resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible». En ello se jugará la buena o mala fortuna de nuestra res pública.