El combate contra la corrupción

Ser transparente no es banal

El libre acceso a la información pública es fundamental para tener gobiernos responsables

FRANCISCO LONGO

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En unas afirmaciones recientes, recogidas en casi todos los medios, el conseller de la Presidència de la Generalitat, Francesc Homs, expresaba algunas reservas sobre la compatibilidad entre el ejercicio del poder y el grado de transparencia que se reclama en la actualidad a los gobiernos. La cuestión merece alguna reflexión.

Habría que reconocer, de entrada, al conseller la valentía de exponer públicamente sus ideas sobre el asunto, yendo más allá de lo que otros tal vez habrían considerado políticamente correcto. Y cabe admitir también que sus preocupaciones tienen sentido si de lo que hablamos es de la cantidad de poder que posee un Gobierno. La manida frase «la información es poder» alude al poder que acumula quien tiene información y puede usarla sin compartirla. En este sentido, lo que confiere poder es la opacidad, mientras que la transparencia, por el contrario, lo disminuye. La cuestión no es menor, porque -sin entrar, de momento, en otras consideraciones- las democracias requieren gobiernos fuertes, capaces de desempeñar sus cometidos con eficacia. Y para ello deben imponerse a veces a otros poderes fácticos que, no lo olvidemos, privatizan la información en su provecho siempre que pueden.

Ahora bien, la reflexión debe introducir también en el análisis criterios cualitativos. La cuestión de la transparencia está indisociablemente vinculada, en nuestros días, a la calidad del poder ejercido por los gobiernos. Y aquí el asunto ofrece también respuestas categóricas, pero en sentido contrario. Hoy nos caben pocas dudas de la relación que existe entre transparencia y buen gobierno, cuando menos en dos campos: el combate a la corrupción y la rendición de cuentas de los poderes públicos.

Nuestras sociedades no han encontrado un medio más eficaz para limitar la corrupción de quienes ejercen responsabilidades públicas que hacer transparentes sus conductas, los recursos que manejan y la información en la que basan sus decisiones. Hemos aprendido también que la accountability (responsabilidad) de los gobiernos no se puede confiar a la buena voluntad de quienes los integran. El libre acceso a la información pública por parte de los ciudadanos, las organizaciones sociales, los medios de comunicación, es crucial para disponer de gobiernos verdaderamente responsables y de una ciudadanía informada a la hora de ejercitar sus opciones. La transparencia opera como un contrapeso para equilibrar el ejercicio del poder político e impedir los abusos de este. Un contrapeso indispensable en una democracia de buena calidad.

Pero la reflexión no puede acabar aquí. Esta argumentación en favor de la necesidad de transparencia -poderosa, sin duda- no rebasa los límites del pensamiento utilitarista: justifica la transparencia por el beneficio social que se deriva de ella. Pero ¿qué ocurriría -cabe preguntarse- si, en ciertos casos, ese beneficio no resulta evidente? A ello parece apuntar el conseller cuando aplica a la indagación social de ciertos hechos la calificación de «transparencia banal». ¿Qué más da -señala como ejemplo- que un Gobierno disponga de 25 coches oficiales o de 50? ¿Qué interés social tienen las habladurías sobre estas cosas? La respuesta a esta cuestión exige dar un paso más en la elaboración del caso de la transparencia.

Ese paso implica afirmar que el libre acceso a la información pública es, al margen de la mayor o menor utilidad que pueda derivarse de él, consustancial a la democracia. Y lo es, sin más, porque esa información no pertenece a los gobiernos sino que es de la sociedades. El Gobierno la procesa, administra y maneja, pero no puede ocultarla porque no le es dado disponer de ella como si fuera suya. Por eso el ciudadano no tiene por qué justificar su interés en acceder a una información que le pertenece. Es el Gobierno el que debe acreditar, si es el caso, que no puede darle acceso, y solo por razones excepcionales de interés público tasadas en una norma. Todas las leyes modernas de transparencia se asientan sobre estas premisas.

Así las cosas, cabría responder al conseller parafraseando la conocida respuesta de Giner de los Ríos a Lenin cuando este último le preguntó por la finalidad de la libertad: ¿transparencia para qué? Pues para ser transparentes. Porque un Gobierno, en una comunidad democráticamente constituida, no puede ser otra cosa. Y eso al margen del uso que la ciudadanía le dé a la información. Un uso que perfectamente puede ser -y será en ocasiones- improductivo, trivial o demagógico. Y, sin duda, eso puede convertir en irritante o penoso gobernar en una urna de cristal, pero ese es el sino de los gobernantes democráticos. Por eso, mejor no imputar a la transparencia una supuesta banalidad cuando en realidad lo que se quiere decir es que incomoda.