El segundo sexo
El instinto de contar historias
Los relatos fundacionales están pensados para sentirse orgulloso de formar parte de una comunidad
Los seres humanos somos unas curiosas estructuras moleculares. Tan capaces de acciones escalofriantes como de obras sublimes. Los únicos bichos de la creación que convierten sus instintos en obras de arte. El ejemplo más claro es la relación entre nuestra necesidad de alimentarnos y la gastronomía. A pesar de que algún chef de renombre se atreviera a decir que la alimentación no era el fin de sus recetas, me temo que se equivoca. La alimentación es la razón de ser de casi todo.
No se discute que nuestra pulsión alimenticia es innata: nadie le dice al bebé que debe comer, pero nace buscando un pezón al que aferrarse y trae aprendida la mecánica de la succión. La gastronomía, sin embargo, es cultural: varía de un lugar a otro, se aprende por imitación, es indisociable de la comunidad, el clan o la familia, nos desagrada si es desconocida, o nos repulsa. Hay sobre eso experimentos fascinantes. No hay sabores que recordemos con más agrado que los de la niñez. Lógico: lo cultural suele tener mucho que ver con lo emocional, la emoción es a la cultura lo que los mordientes a la tintorería: fijan los recuerdos, los hacen perdurables.
Hace años que me formulo la siguiente pregunta: si hay algo claramente instintivo en la música (nuestra necesidad de una comunicación emocional universal), en la pintura (nuestra utilitaria percepción de los colores), en la arquitectura (nuestra necesidad de cobijo)… ¿cuál es la raíz instintiva de la necesidad de contar historias? ¿Para qué sirve contar historias? ¿Qué beneficios nos reporta como especie el poseer un patrimonio literario? ¿Beneficia a nuestra progenie en relación a la del clan vecino? ¿Nos hace más atractivos sexualmente?, ¿más fuertes…?
El prodigio de inventar un código
Para hablar de literatura e instinto hay que prescindir, en primer lugar, de una de las mayores aportaciones culturales de los seres humanos: la escritura. No hay nada instintivo en el prodigio de inventar un código con el que fijar lo que decimos oralmente (tal vez por eso la escritura nació tan tarde, hace poco más de 6.000 años). Es instintiva la necesidad de comunicarse, pero no el hacerlo por escrito. De modo que debemos remontarnos mucho más atrás, a los tiempos de las primeras historias, aquellas de las que apenas quedan ecos en nuestras culturas, a los relatos fundacionales. El tiempo en que los contadores poseían los secretos del grupo, y los compartían.
El grupo del que hablaba el narrador era único, cargaba una historia llena de calamidades y padecimientos, que gracias a su valentía había logrado superar. También hubo un héroe y una fuerza sobrenatural que estuvo de su parte. El pueblo en cuestión atravesó una larga distancia antes de asentarse en el lugar que le estaba asignado. El mismo lugar, claro, desde el que sus descendientes escuchan maravillados la historia de sus orígenes.
Muchos relatos en el mundo siguen estos parámetros, que en nuestra tradición podemos identificar fácilmente con el Éxodo bíblico. Los hay en las leyendas fundacionales africanas, en el Popol Vuh de los mayas guatemaltecos, en el Corán… Acaso esta sea una de las historias más antiguas y más repetidas del mundo, solo cambiando los nombres propios y los topónimos.
Deshumanizar al enemigo
Por supuesto, los protagonistas del cuento son aquellos para quienes fue escrito, a quienes se dirige. Son los buenos. Los malos son los pueblos vecinos, que representan la amenaza. En el cuento queda claro lo deshumanizados y salvajes que son. Conviene marcar diferencias porque, dicen los etólogos, ningún ser humano es capaz de matar a sangre fría a un igual. Para legitimar la violencia hay que empezar por deshumanizar al enemigo.
Las historias fundacionales están pensadas para que los miembros de una comunidad se sientan orgullosos de pertenecer a ella (y no a otra). La conciencia de grupo nos resulta tremendamente útil como especie. Nos convence de que somos los mejores, nos da razones para perpetuarnos y para eliminar al enemigo. ¿Es la base innata de la épica? Tal vez.
Pero hay otro gran grupo de historias. Aquellas que no se publican a gritos, sino que se susurran al oído. ¿Qué papel ocupan en nuestros instintos los cuentos que las mujeres inventamos para nuestros cachorros? ¿Y por qué los cachorros las exigen desde que tienen uso de razón? ¿Cuál es la causa innata de esa otra ficción?
La respuesta es más fácil: la innata curiosidad de los seres humanos es la que nos lleva a querer saberlo todo y siempre. La ficción nos ofrece respuestas más claras que la realidad, más completas, más satisfactorias. Las madres responden a las preguntas de sus hijos con cuentos en los que todo parece tener un sentido. Al hacerlo, acaso también les preparan para lo que vendrá después. Es decir, para enfrentarse a la gran historia de la que un día formarán parte. Aquella por la que tendrán que luchar.
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