Un desafío para las democracias

Las respuestas al terrorismo

Una mayor seguridad frente al yihadismo no puede obtenerse a costa del sacrificio de libertades

EUGENI GAY MONTALVO

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Los atentados yihadistas perpetrados en París han vuelto a conmocionar al mundo y la inseguridad y el miedo se han apoderado nuevamente de nuestras sociedades occidentales. La escalada y magnitud de esos ataques en la enloquecida estrategia terrorista emprendida por el denominado Estado Islámico nos augura la certeza de nuevos atentados -como el del pasado sábado en Copenhague-, aunque la incerteza del lugar y momento. Todo asesinato terrorista conlleva siempre la negación del derecho a la vida como bien superior de la persona, y a partir de ahora, también de una determinada condición y de unas determinadas libertades sobre las que se han asentado nuestras democracias, particularmente las libertades de expresión e información. ¿Puede ser la condición de judío o la crítica de las ideas, e incluso su sarcasmo y el peor de los insultos, la causa eficiente de la condena y ejecución de una persona sin más trámite? Sin duda, así lo han decidido los terroristas y quienes desde los poderosos grupos del mundo islámico los financian, los apoyan y les facilitan armas.

Cuando creíamos, tal como afirmaba Theo van Boven, que los derechos humanos se habían convertido en la conciencia jurídica internacional de la que ningún Estado, ni aquellos que no los respetaban, quería separarse, observamos ahora que ciertas ideologías los ponen en cuestión y en peligro en aras de unos supuestos bienes superiores que, desgraciadamente, ya ha conocido la humanidad y que irremediablemente siempre la han conducido a la catástrofe. La larga y cruenta lucha de los hombres por conquistar su libertad y su dignidad, la que es propia de cada uno de nosotros -como decía el profesor Juan Iglesias-, es quizá la página más bella de la historia de la humanidad, pero es muy dura.

Las multitudinarias manifestaciones en París y otras muchas ciudades del mundo occidental se han visto contestadas por otras en distintos lugares de la geografía mundial en las que se rechazaban y condenaban las caricaturas y los contenidos de la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Ello nos obliga a reflexionar seriamente sobre la utilidad del derecho, que puede regular, y debe hacerlo, nuestras relaciones y conductas, cada día más estrechas entre gentes de tantas y tan diversas culturas que conviven en un mundo globalizado, lo que afecta incluso a las relaciones de cada uno de nosotros en nuestros propios ámbitos cotidianos. Sin embargo, el derecho jamás podrá regular nuestros sentimientos, sean individuales o colectivos -que también existen-. ¿Tenemos derecho a tensar los sentimientos de alguien hasta el escarnio? ¿Qué derecho lo ampara? Deberá ser a partir de la razón y de la prudencia que exige la convivencia en el respeto lo que conduzca nuestros actos en el ejercicio pleno de los derechos fundamentales que nos amparan, pero que también nos obligan frente a los de los demás.

Ante el reto terrorista, los países europeos han empezado a reaccionar, como no podía ser de otra manera, reuniendo a sus respectivos gobiernos y a los ministros concernidos en la defensa del orden y la seguridad internas, como es su deber. Pero a partir de ello debemos preguntarnos sobre el contenido y el sentido de las medidas que vayan a adoptarse. Sería preocupante que el dilema se presentara en términos de sacrificio de nuestros derechos y libertades en aras de una mayor seguridad. Esta tentación tendría el contraproducente efecto de asegurar a los enemigos de las libertades y de los derechos fundamentales la certeza de que cada día la sociedad democrática cedería al poder constituido -es decir, al Estado de derecho- no únicamente la responsabilidad que le es propia sino también la que nos corresponde a cada uno de nosotros, debilitando el necesario músculo social que precisamos para una sociedad sin tutelas. No debemos, en ningún caso, caer en ese engaño, como no se hizo en la lucha que contra el terrorismo de ETA se llevó a cabo en nuestro país. El Estado de derecho, como tantas veces se ha reiterado, tiene precisamente su fortaleza en la garantía de los derechos y libertades de sus ciudadanos, y en ello descansa el bien común de quienes lo integran. Debe ser dentro de ese marco jurídico democrático donde la ley ha de ser aplicada y respetada.

Pero no debemos olvidar que las terribles desigualdades que existen en nuestro mundo y en las concretas periferias de nuestros propios entornos resultan de una injusticia tan objetiva como lacerante. Sentirte tratado de manera desigual, menospreciado en tu cultura, en tu religión, en el color de tu piel, en tu propia raza -exista o no esa diferencia entre los humanos-; contemplar las desigualdades evidentes entre el bienestar de unas sociedades y la miseria de otras; en fin, permitir y no combatir la desigualdad contra la que clama el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos es seguir el camino equivocado para vivir en paz. Todo ello exige una profunda reflexión y un esfuerzo al que ya no pueden sustraerse los responsables políticos europeos en su legítima y necesaria lucha contra el terrorismo.