El patrimonio universal de una cultura

La seducción francesa

Reflexionar sobre Francia tras la barbarie terrorista es evocar el espíritu de los hombres de la Ilustración

IAN GIBSON

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El idioma francés fue uno de mis primeros asombros. Y ello en la escuela a los 8 años, sin haberlo oído hablar jamás. Me fascinaba sobre todo el subjuntivo -apenas existente en inglés-, aquella sutil modulación que se producía indefectiblemente, por ejemplo, después de las tres palabras il faut que. Mis compañeros de clase odiaban el subjuntivo, yo lo adoraba. Sabía de modo casi instintivo que si se trataba, por ejemplo, tras la aparición de los tres vocablos referidos, de la necesidad de trasladarse físicamente a otro sitio, incumbía decir nous allions o j'aille, en absoluto nous allons o je vais. Repasaba y repasaba mi libro de gramática francesa, iba y venía por sus listas de verbos, saboreaba las voces que allí encontraba y las pronunciaba a solas lo mejor que podía. Me juraba que un día hablaría aquel idioma como un nativo. ¿De dónde me llegaba tal querencia, tal empeño? No tenía la menor idea... ni la tengo ahora.

¿Mis primeras lecturas francesas? ¿Algún poema aprendido de memoria, entonces o durante el siguiente lustro? ¿Algún trozo de prosa? Solo me responde el silencio. No recuerdo más que aquel iniciático tomito escolar. Hasta los 15 o 16 años no sabía casi nada de la aportación gala a la cultura universal. Nadie me había hablado todavía de la Declaración de los Derechos del Hombre, de la Enciclopedia, de los inmensos poetas y dramaturgos del país, nunca había escuchado a Debussy (ni conocía su nombre), apenas había visto una reproducción de Cézanne o de Braque. Algo había vislumbrado, eso sí, de la Revolución Francesa, admiraba su magnífico lema de Liberté, Égalité, Fraternité Liberté, Égalité, Fraternitéy consideraba que un pueblo capaz de formular así sus aspiraciones merecía con creces el respeto. Era un pequeño burgués irlandés ignorante de casi todo pero con sed de conocimientos... y una proclividad inexplicable hacia el idioma francés.

La proclividad se confirmó definitivamente durante un curso de verano en Tours a los 17 años. Un día asistía aburrido a una clase sobre música. Seguía con dificultad los razonamientos del profesor cuando, a la mitad de la sesión, se produjo el milagro: de repente entendía todo sin esfuerzo, pensaba en francés. Me quedé atónito, creyendo que se trataba de un espejismo. Pero no, se había producido en lo más profundo de mí un cambio real, fantástico. Comprendí, con una euforia indescriptible, que era ya bilingüe, que el francés anhelado se había instalado en mí como si fuera cosa propia, que me pertenecía.

Lo cuento pensando en los españoles que tienen la suerte de asimilar desde el nacimiento, sin trabajo alguno, dos idiomas. Gallegos, vascos, catalanes, valencianos, ¿se dan plena cuenta del privilegio que les supone tal circunstancia, de las posibilidades que les brinda? Quizá más profunda que la zanja ideológica que, según el tópico, divide a los españoles en dos bandos sea la que separa a los que manejan un solo idioma doméstico de los que van de uno a otro como Pedro por su casa.

Por lo que le toca a la hermosa lengua vecina, está claro que los catalanoparlantes son quienes más facilidades tienen para su pronta adquisición. «¿Cómo quieren que pensemos en Madrid estando a dos pasos de Francia con su lengua tan afín?», me dijo una vez J.-V. Foix en su casa de Sarrià.

Reflexionar sobre Francia, poco tiempo después del atroz atentado contra Charlie Hebdo, es para uno, hoy y ahora, recordar la Ilustración -con Voltaire a la cabeza- y el terremoto que acabó en aquel país no solo con la monarquía sino con el poder de la Iglesia; lecturas liberadoras de GideSartreHugoCamusFlaubert y Baudelaire (año preclaro el de 1857, por cierto, que vio la publicación tanto de Madame Bovary Madame Bovarycomo de Las flores del mal, hazaña imposible en la puritana Inglaterra victoriana, e hizo posible en Occidente la exploración sin complejos del erotismo, algo que siempre habrá que agradecerle a Francia); y el París de los años 60, refugio de tantos exiliados españoles y sede de Ruedo Ibérico, la inolvidable editorial, dirigida por José Martínez, que tanto contribuyó a mantener viva la esperanza durante los años nefastos de la dictadura franquista, publicando, entre otros libros imprescindibles, el de Hugh Thomas sobre la guerra civil, El mito de la Cruzada de Franco, de Herbert Southworth y El laberinto español, de Gerald Brenan.

Creo, con todo, que lo más ejemplar de Francia es su bien consolidado sistema de enseñanza pública, laica de verdad, de muy alta calidad, enfática en cuanto a la defensa del idioma y ajena a las improvisaciones de la política. Produce desconsuelo, en comparación, la situación imperante aquí abajo, producto siempre del eterno tejer y destejer que fue criticado ¡hace ya casi dos siglos! por Mariano José de Larra.