Desde 1977

Un mundo obsoleto

LLUCIA RAMIS

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Aprendimos a vivir en un mundo obsoleto. Utilizábamos naturalmente objetos que poco después apenas servirían para jugar con la nostalgia. En la universidad, hace 20 años, trabajábamos con cámaras y mesas de edición que habían retirado del mercado 10 años antes. Pagábamos la vida lenta con una moneda que dejaría de tener valor y, en el cambio, era posible que hubiera un duro o una peseta con la cara del dictador, aunque estuviéramos en democracia.

Sabíamos más de internet que nuestros profesores, que solían repetir que nuestra carrera no tenía salida. Los medios de comunicación iban más rápido que los periodistas, muchos directivos se rezagaron al negar la evidencia. Éramos los eternos becarios y teníamos la impresión de ser inútiles, puesto que nos pagaban tanto como lo que se valoraba nuestra profesión.

«¿Para qué sirve el periodismo?», dice una alumna de la Pompeu Fabra que le preguntan sus amigos, quienes consideran que no es tan importante como la medicina o el derecho. Sentados tras sus ordenadores (nosotros escribíamos a mano), los estudiantes de primero redactan mis respuestas a la velocidad de la luz, mientras me fotografían con sus móviles y tuitean titulares. «Si tú eres de la generación Ikea, ¿de qué generación somos nosotros?», pregunta otro.

La generación de la urgencia

Hablamos de la información y la noticia procesada, de la necesidad de un análisis; de que, sin periodismo, ignoraríamos lo que pasa y no podríamos actuar en consecuencia. La generación de la urgencia. Se les exige ser omnipresentes, precisos e inmediatos, como internet y, como internet, deberían ser libres. Están más preparados de lo que lo estuvimos nosotros. No tienen que adaptarse al cambio; forman parte de él.

A punto de caer en el optimismo, recuerdo que TVE ha despedido a Cristina Puig y expedientado a Francesc Cruanyes por motivos ideológicos, según el Sindicat de Periodistes. También recuerdo esas monedas con la cara de Franco que seguían en curso, aunque lleváramos años en democracia.