Silencio, se graba

ESTHER SÁNCHEZ

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Los smart-phones se han convertido en un instrumento casi imprescindible en la vida de muchos ciudadanos y, cada vez más, también en un valioso aliado en caso de conflictos laborales. Imaginemos a un trabajador que es objeto de acoso y que graba la conversación con un superior jerárquico en la que se demuestra su conducta hostil y de represalia, hecho por el cual el trabajador ha acudido a la Inspección o a los Juzgados para denunciar los hechos.

O que en una negociación de un despido colectivo los sindicatos graban las reuniones, con el ánimo de acreditar posteriormente, en una demanda, la falta de voluntad negociadora del empresario para poder aducir la nulidad de un despido.

Del otro lado, pensemos en un directivo que graba la conversación con uno de sus colaboradores, de la que claramente se infiere que ha incumplido parte de su contrato, lo que es motivo de sanción.

El Tribunal Constitucional ya declaró, hace años, que grabar conversaciones en las que se es parte, aún sin el consentimiento del otro interlocutor, no vulnera el secreto de las comunicaciones ni la intimidad. Y cada vez más, en el ámbito laboral, se dictan sentencias en las que se mantiene esta tesis, siempre y cuando el contenido de aquellas conversaciones no se haya difundido de manera inadecuada.

En conclusión, no hay nada que decir, salvo preguntarnos si podemos aplicar esa doctrina de forma generalizada, y reflexionar sobre su significado e impacto.

Una cosa es una grabación puntual, cuyo objeto es obtener una prueba de determinada conducta que sería muy difícil o imposible de acreditar de otra manera. Y otra muy distinta tener por costumbre la grabación de los compañeros de trabajo, o a los superiores jerárquicos, «por lo que pueda pasar».

Tanto en un caso como en otro, esta conducta muestra las dificultades relacionales y, sobre todo, cierta incapacidad para resolver de forma adecuada, civilizada y sin tintes de sadismo los conflictos que surgen en el día a día laboral. Del mismo modo, refleja cierta «hipocresía conductual». Somos unos u otros en función de si estamos, o no, sometidos al escrutinio público.

En el trasfondo aparece la misma dicotomía entre seguridad y libertad que ahora preside el debate internacional. En este caso, la libertad de actuar, y de excluir del conocimiento de otros, conductas «privadas» o realizadas «a puerta cerrada», cede al derecho de prueba, especialmente en un entorno de conflicto. Hay otro también sugerente: el de la autenticidad y la confianza en las relaciones interpersonales.

Podemos estar siendo grabados en cualquier momento y podemos ir a juicio por ello. Para algunas empresas con déficits de inteligencia emocional es un camino hacia la paranoia.