Las bases del Estado del bienestar
La solidaridad bien entendida
Una protección social estable y sostenible precisa una fiscalidad en la que se aporta según la riqueza
Teresa Crespo
Miembro de la junta directiva y de la vocalía de Pobreza de ECAS-Entitats Catalanes d’Acció Social.
TERESA CRESPO
En estos días navideños la palabra 'solidaridad' está presente en los medios de comunicación, en la calle, en los comercios, en cualquier rincón y lugar de nuestra vida cotidiana. Y esa persistencia, un tanto exagerada, me ha hecho pensar sobre el sentido de la palabra.
La solidaridad surge entre un grupo de personas que sienten cierto impulso u obligación de prestar ayuda a otros miembros del conjunto. Es un valor que socialmente ha venido a sustituir a otros, como la caridad o la beneficencia, por la carga de paternalismo o la relación jerárquica que estos últimos establecen entre el que da y el que recibe. La solidaridad está vinculada a conductas éticas y a un sentimiento de responsabilidad muy loable, pero habría que distinguir entre distintos tipos de solidaridad, no todos con el mismo valor ni la misma función.
Existe una solidaridad -quizá la más ligada a la presencia social a la que antes me refería- que tiene un carácter individual, protagonizada por personas que, de manera voluntaria, prestan ayuda a otra persona para resolver un problema concreto. Es el caso de las donaciones de ropa, alimentos o limosnas, y de la solidaridad entre familiares que tanto ha aumentado con la crisis. Se trata de acciones que buscan paliar carestías del entorno próximo o conocido y que se centran en ayudas coyunturales y asistenciales que no cuestionan ni persiguen transformar las condiciones que nos han llevado a ellas. Ayudan y tienen un gran valor, evidentemente, pero únicamente resuelven el problema del momento; no conllevan un cambio de carácter estructural de la realidad porque no identifican las razones que la han producido ni tienen voluntad de modificarla. Sirven, sobre todo, para solventar una cuestión puntual y, a menudo, para tranquilizar la propia conciencia.
Elemento de crítica y rechazo
También existe una solidaridad colectiva o comunitaria que surge de la proximidad relacional con otras personas, o del conocimiento de sus problemáticas, y que la ejerce una parte de la población hacia el colectivo que sufre la situación de dificultad. Contiene un elemento de crítica y rechazo que desemboca o entronca en una voluntad de transformación social, motor de la organización de grupos que luchan contra situaciones que desean cambiar y evitar que se repitan. Me refiero en este caso a plataformas reivindicativas, movilizaciones ciudadanas o entidades sin ánimo de lucro que luchan contra la injusticia y a favor de las personas más vulnerables, y cuyas actuaciones consiguen modificar ciertas cosas.
Sin embargo, me gustaría destacar que la solidaridad por excelencia es la pública, en la que toda la población, empezando por los poderes públicos, se siente corresponsable de garantizar los derechos de la ciudadanía y construir una sociedad más justa y equitativa. Creo que esta solidaridad es la propia de las sociedades democráticas, participativas y redistributivas, en las que el Estado asume su responsabilidad como garante de los derechos de las personas y gestiona los intereses colectivos en aras del bien común.
Ello significa que la ciudadanía se siente copartícipe de esta función y, a través de una fiscalidad adecuada en la que cada uno aporta según sus riquezas los recursos que le corresponden, logra mantener un sistema de protección social estable y sostenible. Pagar impuestos es la máxima expresión de la solidaridad con el conjunto de la sociedad; es el resultado de pensar que los recursos de todos deben ser compartidos por todos y que, solo si esa solidaridad existe, conseguiremos cristalizar el Estado de bienestar como proveedor de unos servicios universales capaces de garantizar los mínimos vitales a toda la población.
Obligación ética y establecida por ley
Hoy lo que interesa a muchos ciudadanos es hallar maneras de eludir impuestos, o no pagar algún que otro IVA. Esa actitud significa que no nos hemos planteado que pagar impuestos no es solo una obligación establecida por nuestras leyes, sino la forma de conseguir que nuestros conciudadanos puedan vivir dignamente y todos podamos disfrutar de un mínimo bienestar. Quizá si recordamos para qué sirven los impuestos y, sobre todo, si pensamos en las familias y los niños que hoy sufren la más absoluta pobreza, los pagaremos con mayor convicción.
No podemos obviar, por último, la parte de la ecuación que corresponde al Estado en la distribución de los recursos, y que hoy pasa por invertir en protección social mucho más de lo que se destina actualmente. Cabe recordar que estamos muy por debajo del nivel medio europeo y que en los últimos años los recursos para políticas sociales han ido disminuyendo hasta retroceder a los niveles presupuestarios de hace una década, mientras las demandas, por el contrario, crecían en gran medida.
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