Un año ganado

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JOAN BARRIL

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Un par de meses antes de su partida, Job decidió que ya era hora de conocer a mucha gente. Había encontrado un curioso trabajo para una gran compañía de documentales de fauna y flora. Una pequeña isla fuera del mundo conservaba un biotopo peculiar y la gran cadena le mandaba allí para seguir la evolución de los bichos y de las plantas durante un largo año.

Convencido de que acabaría hablando con las focas y abrazándose a los pinos, Job consagró ese par de meses a conocer gentes, a seducir y sentirse seducido, a recoger tarjetas, números de teléfono y cartas personales que demostraban que algo había nacido entre él y las personas. Compró una caja de madera, hermosa como los recuerdos, y ahí fue depositando todos esos números, esos nombres, esas señas.

Nunca llamó a ninguno ni ninguna de las que estaban esperando allí en la caja. A esa caja la llamaba el pudridero. Ahí estarían durante el largo año de su estancia en la isla. Y de ahí solo saldrían un año después, cuando comenzara la experiencia de comprobar si, a pesar del año, alguien le recordaba o si, por el contrario, Job y sus seducciones también se habían podrido en el recuerdo.

Pasaron los meses. El náufrago voluntario, efectivamente, íntimo con las focas, se abrazó a los troncos y cultivó la amistad de albatros y cangrejos. De vez en cuando un hidroavión de la compañía recogía el material filmado y le entregaba cintas vírgenes. Se quedaban unos días en los que Job volvía a desarrollar el uso del habla con gente como él. Nunca le traían correo. Ni siquiera noticias enormes. Allí no había guerras ni vencían los siglos.

A Job le confortaba saber que una vieja tortuga hubiera podido contarle la independencia de Cuba o incluso los fusilamientos de la Moncloa cuando la guerra del francés. La historia natural es mucho más lenta que la historia humana. Y lo que es más importante: la historia natural siempre deja huella, no se pudre jamás, porque una cosa trae a la otra y, además, de la tierra y el agua surgen muchos caminos.

Se terminó el reportaje, las focas aullaron y los árboles mecieron sus copas. Cuando Job regresó a la ciudad, tuvo una semana de aturdimiento. Pero ahí estaban los nombres en el pudridero. Hombres y mujeres que habían vivido sus vidas y que en un año se habían convertido en un secreto para Job. Llamó por primera vez: «¿ Job? No recuerdo. Debe usted de equivocarse». Un papel menos. Otras veces la voz que aparecía al otro lado era de una persona delegada: «Merche, dice usted? Querrá decir doña Mercedes. No señor, la directora general está reunida».

En otras ocasiones respondían a la llamada voces llorosas, confundidas, que gritaban al teléfono diciendo: «¡Te he dicho que no me llames más, cabrón!», Y Job, que sabía que nadie le quería mal y que aquella ira era para otro, se sentía entonces con ganas de volver a verla y de arrepentirse por haberla dejado en manos de alguien que no la merecía. En otra ocasión, la abuela de uno de aquellos nombres le cogió el recado mientras un bebé berreaba al otro lado del hilo. «La vida en la ciudad va muy deprisa», pensó Job. «La especie se reproduce más rápido que en la isla».

Quedaban pocos papeles con números y Job empezaba a estar fatigado. Un año convierte a los recuerdos en biodegradables. La vida está hecha de pequeños momentos, pero se agostan enseguida y se desvanecen sin fructificar. Se miró al espejo. El seductor de antaño era ahora un hombre curtido por el viento y el sol, barbudo y compañero del mundo y de las aves, de las focas y de las olas.

Le tocaba ir a cazar de nuevo y no le apetecía. De nuevo sentarse, tomar una copa, tal vez otra, aguantar la narración de la vida tan reiterativa de todas sus presas, despertarse otra vez entre el paisaje desconocido de una piel usada. Inspiró profundamente, se puso el abrigo de cuando todavía era elegante y se dispuso a salir.

Con la mano en la puerta sonó el teléfono. Era la primera vez en más de un año que escuchaba aquel timbre. Descolgó con cautela: «¿Job? ¿Eres tú? Bueno, tal vez no te acuerdes de mí. Nos vimos hace un año y me diste tu teléfono. Hace un año que no se nada de ti. Pero ahora me gustaría verte otra vez». En el fondo del pudridero algo parecido a una flor había crecido entre las hebras del papel.