13 de mayo del 2013

Todos los vinos son buenos

JOAN BARRIL

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Hubo un tiempo en el que se hizo una verdadera exaltación patriótica del vino. Parecía como si la sangre catalana surgiera de las botellas e inflamara a sus bebedores con el espíritu de los almogàvers. Algunos nacionalistas de la primera hora hacían lo posible para que eso fuera así. Llegaban al restaurante y afeaban al camarero la exigua carta de caldos catalanes. No era un problema de calidad, sino más bien de desconocimiento. Hoy se intenta dar respuesta al escaso éxito de los vinos catalanes en Catalunya y de la invasión de las denominaciones foráneas. Hablamos de esto con tres personas dedicadas a la producción y a la comercialización. La viñas del Penedès auguran una cosecha ubérrima. Pero el comercial catalán, con el pesimismo tradicional que nos embarga, mantiene que por bueno que sea el vino existe un autoodio que va desde el Barça hasta las bellas artes, desde el marisco hasta el vino.

Callamos un instante y catamos con seriedad el producto. Todos coincidimos en que es un vino excepcional, pero algo está sucediendo para que lo bueno se menosprecie siempre y cuando esté demasiado cerca de nosotros. Uno de los expertos dice: «También sucedió así con los Burdeos y los Borgoña. Pero han caído en desgracia. ¿Por qué en cambio se mantiene esa primacía española sobre las bodegas catalanas?». El otro experto recalca que la cosa va a peor para las bodegas locales. Mientras el consumo de vino catalán se mantiene en un 26% la suma de los Rioja, los Ribera de Duero y los Rueda sobrepasa el 60%. Y no será por el precio, que ese se ha ido manteniendo en cifras razonables. Me atrevo a ir un poco más lejos. «Amigos míos. ¿Y no será que la política comercial de nuestros competidores es más eficaz que la nuestra? Ahí donde antes llegaba un conseller y exigía al somelier un mayor mimo de los vinos catalanes, hoy llega el comercial de Castilla o de la Rioja dispuesto a seducir al camarero y les transmite su seducción al consumidor para que éste seduzca a su vez al cliente. Solo estamos hablando de vino, no de un nuevo pasaporte».

Tal vez las cosas son así de fáciles. Ni boicot, que lo hay, ni calidad, que está muy repartida. De lo que se trata es de que el cliente responda rápidamente a nuestra oferta. Es conocida la táctica de una famosa compañía de carburantes que vio como el consumo de sus marcas se había disparado solo exigiendo a los expendedores que, al abrir el tapón del combustible, se limitaran a preguntar al cliente algo tan simple como «¿Lleno?». Y la mayoría, conscientes de que tarde o temprano deberían repetir la operación decían que sí.

En el caso del vino estamos hablando de calidad. Y de la calidad hemos pasado a la denominación de origen. Es un alarde científico pero no es muy alentador para el consumo. La gente se siente más atraída por la calidad de una marca que por la distinción de un terreno. Las marcas que se firman con el nombre del elaborador implican un reto de confianza. Tal vez eso es lo que se espera de cada botella, no tanto el espíritu de la tierra cuanto la emoción de una estirpe de gente que ha ido haciendo mejorar su producto.

Nos vamos, porque ya es hora de irse. El verde claro de los pámpanos hace del Penedès una composición pictórica. Llevarse el paisaje a la boca debería ser más atractivo que el vino llegado de tan lejos que ha nacido con el sol castellano y ha llegado aquí cuando el vino ya había oscurecido.