Miedo a la verdad

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JOAN BARRIL

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El gran industrial del caucho Pere Noic era ante todo un hombre de convicciones fuertes. Tan fuertes que cuando alguien le advertía de sus posibles errores no dudaba en negarle el saludo y, en el supuesto que trabajara para él, le despedía sin grandes miramientos. La verdad era la que salía de su boca. Y todo lo que le rodeaba era mentira.

Por desgracia, Pere Noic tuvo que admitir la amarga verdad de su vida. Fue de madrugada, cuando llamaron a la puerta de su casa y se encontró con una pareja uniformada de la policía. Le preguntaron si él era realmente él y a continuación le comunicaron el gran mazazo de su vida: su hijo Félix Noic había muerto en un confuso accidente de circulación. En un primer momento Pere Noic protestó con vehemencia. No podía ser. Su hijo Félix no conducía. Alguien se había hecho pasar por él y ahora llegaban los guardias, absurdos y vengativos, a despertarle para comunicarle una noticia inexistente. Pere Noic, aprovechando sus contactos, llamó a su amigo el jefe superior de la policía para increparle y negarse a la evidencia. Pero el jefe superior le confirmó la tragedia y le instó a acudir al depósito para identificar el cadáver.

La tristeza de aquella gran pérdida no impidió que Pere Noic continuara aferrándose a la que él consideraba su verdad y quiso ir hasta el fondo de la cuestión. Le llevaron al lugar del accidente. Ahí estaba un coche desconocido, probablemente de alquiler, estrellado contra un árbol. Cuando la muerte no tiene solución hay que buscar al culpable, pensó el señor Noic. «¿Quién conducía? Él conductor pagará por lo que me ha hecho». Pero las autoridades le informaron que a bordo del coche siniestrado solo viajaban una chica que estaba en coma y el conductor, su hijo Félix, muerto en el acto. Pere Noic no se dio por vencido: «Todo es una conspiración. Es evidente que esa curva está mal peraltada. Demandaré a la dirección general de carreteras». Pero meses después la dirección general de carreteras y peritos independientes certificaron ante el juez que la carretera estaba bien señalizada, magistralmente asfaltada y con todos los índices de seguridad a favor de la vía.

A pesar del tiempo transcurrido, el duelo por la muerte de su hijo no hacía más que herirle más en su amor propio. Procedió al análisis pormenorizado del motor del vehículo de alquiler y demandó a la compañía que lo había alquilado. De nuevo los expertos tuvieron que admitir que nada en aquel vehículo indicaba la más mínima negligencia. Pere Noic recurrió entonces a la joven que acompañaba a su hijo en la noche trágica y solicitó pruebas de su salud mental, de su índice de alcoholemia y de posibles desviaciones psicológicas que hubieran podido hacer perder la dirección de su hijo. La chica, ante el poder del magnate del caucho, fue sometida a todo tipo de pruebas sin que la demanda pudiera indicar la más mínima participación de la acompañante de su hijo en el fatal accidente.

Finalmente, cuando ya llevaba más de 10 pleitos perdidos, la paranoia se derrumbó. El coche había salido despedido por un pinchazo de las ruedas. Una partida de neumáticos marca Noic salidos del ahorro fraudulento con el que las factorías de Pere Noic solían fabricar sus neumáticos para así conseguir mayores ventas.

La teoría de la conspiración había llegado a su fin.