Los ojos del verdugo

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JOAN BARRIL

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El dentista llega ante el paciente y le sonríe. Los dientes del dentista son un camino de perfección. «¿Es la primera vez?», dice el médico. «La primera», confirma el novicio. Siempre hay una primera vez y el dentista se explaya «Ya sabe. La saliva ácida produce caries. La alcalina produce sarro». Al final, todo es un proceso de erosión, de destrucción y de ruina. Hemos llegado hasta ese profeta de nuestra muerte lenta por una simple cuestión de higiene bucal y él ya nos habla de las piezas de nuestra calavera. Algún día nuestro cadáver informe solo podrá ser identificado por ese caballero que cuando lee sonrisas no ve la cordialidad, sino la decadencia. Nuestro carnet de identidad está en los maravillosos defectos de nuestra dentadura, como un pentagrama de lo que mordemos sin saber a quién. Italo Calvino narra el encuentro entre Marco Polo y Kublai Khan frente a un puente. El emperador pregunta cuál de las piedras sostiene el puente. «El puente no está sostenido por esta o por aquella piedra, sino por la línea del arco que ellas forman», dice el veneciano. Kublai permanece silencioso y añade: «¿Por qué me hablas de las piedras? Es solo el arco lo que me importa». Polo responde: «Sin piedras no hay arco».

O sea, que vamos a empezar a sostener el arco dental piedra por piedra. Suena un piano que interpreta a Chopin, rumor de chorritos de aguas domesticadas y una voz que dice que intentará no hacernos daño. La valentía se demuestra frente al pelotón de ejecución y frente al dentista. De pronto, nos sobrevienen unas enormes ganas de hablar, porque solo la palabra nos puede salvar del suplicio. «¿Qué opina usted de la manifestación antimundialización?» Silencio. En estas condiciones más vale no tentar a la suerte. ¿Y si las manos que van a hurgar en nuestras encías fueran parientes siquiera lejanas de la delegada del Gobierno? Intentamos iniciar una conversación sobre los tiranos que, poco a poco, han de rendirse a la justicia, pero solo recibimos unos dedos enguantados y un tubo aspiratorio que se nos lleva la saliva y los argumentos hacia extraños sumideros. Lo diré todo: yo maté a Kennedy, yo soy amigo de Piqué, yo soy un fan de esa supuesta poeta llamada Ángela Becerra que la editorial Planeta anunciaba la semana pasada a toda plana bajo el apocalíptico titular de 'Vuelve la poesía'. El médico me había dicho poco antes: «El lugar donde más se miente es en el sillón de un dentista». Queda el miedo al dolor. Contra el miedo al dolor, los ojos cerrados, la respiración profunda, el sabor a sangre en esa plaza del placer que es la boca.

Pero hay momentos en los que no se puede y hay que abrir los ojos. Entonces reconocemos a nuestro dulce verdugo. Una máscara antiséptica se encuentra a tres centímetros de nuestra mejilla. Unos dedos engomados son las bridas de nuestros labios rebeldes. Una cofia blanquísima oculta sus cabellos. Y muy cerca de nosotros, unos ojos de mujer, como ágatas o aguamarinas, perfilados con sabiduría egipcia, son el único testigo de la pequeña tortura.

Miramos esos ojos tan cercanos y nos dejamos mecer por sus parpadeos. ¿Cuándo hemos visto los ojos de una mujer tan cerca de los nuestros? Solo el sexo más sentido, el afecto más íntimo, nos ofrece esos ojos enormes como vestíbulo de un mundo nuevo. Comprobamos que, a pesar de la proximidad, esos ojos no están alineados con los nuestros. Nos dejamos llevar por el caprichoso espectograma de su iris mientras sus pupilas se concentran exclusivamente en la carnicería de nuestra boca. «Ya está. Enjuáguese y levántese». En el fondo de los tiempos, Kublai Khan da la orden a sus tropas para cruzar el puente.

Hay que lucir dentadura. Días después, tras una juerga de discoteca, la fiesta de los cuerpos se disuelve en una cama extraña. Ahora sale el sol muy temprano y los ojos de ella nos miran también muy cerca. «No se cómo te llamas. Pero eres dentista». Y ella, antes de acallar la boca con un beso, admite: «Es verdad. ¿Cómo lo sabes?». Ojos del dolor. Ojos del amor.