29 de marzo del 2014

Los nombres de las cosas

JOAN BARRIL

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Óscar Fernández es un periodista deportivo con el que tengo el placer de hablar a menudo para que me cuente lo mucho que sabe a lo poco que yo sé. En una de esas conversaciones sin principio ni final el amigo Óscar me dijo que existe una línea imaginaria de este a oeste de la península que pasa por el centro. Al norte de esa línea, la mayoría de estadios de fútbol se conocen con el nombre del lugar: Balaídos, Riazor, El Molinón, el Sardinero, Las Gaunas, Izpurúa, Mendizarroza, San Mamés, Anoeta, Reyno de Navarra, la Romareda, Los Pajaritos o Helmántico. Quedan como excepciones el Oviedo de Carlos Tartiere, fundador del club, el Nuevo Zorrilla, dedicado al autor de Don Juan Tenorio y el sorprendente campo del Compostela llamado en un alarde de toponimia Multiusos de San Lázaro. En Catalunya se mantiene la tendencia: el Nou Estadi de Tarragona, Montilivi en Girona, el Camp d'Esports del Lleida, el Camp Nou del Barça o el Cornellà-El Prat del Espanyol. Se trata de lugares, barrios, avenidas o simple descripción de lo que la edificación significa.

Al sur de la línea los campos de fútbol ya reciben nombres de personas más o menos vinculadas al club. Santiago Bernabéu y Vicente Calderón forman la quintaesencia capitalina. Muy cerca de allí se encuentra la excepción del Alcorcón, cuyo campo es el de Santo Domingo. El Getafe también abandonó el bucólico nombre de Las Margaritas hasta convertirse en el rimbombante Coliseum Alfonso Pérez, en memoria del primer internacional del club. Lo del Rayo Vallecano fue todo un sainete. Se le bautizó con el nombre de la primera presidenta futbolística de España, Teresa Rivero, esposa de Ruiz-Mateos. Los aficionados se encargaron de arrancar las letras de la presidenta y ahora es lo que siempre debió ser: el campo de fútbol de Vallecas. Lo mismo sucedió en el Betis, cuando el nombre histórico de su presidente Benito Villamarín fue usurpado por otro presidente llamado Ruiz de Lopera, ese que ahora va mendigando un indulto para que no le metan en la cárcel. Los socios, en referendo, rescataron al antiguo Benito Villamarín. El hemisferio sur de la toponimia futbolística se completa con Ramón Sánchez Pizjuán, el Rico Pérez de Alicante, el Carlos Belmonte, un inocente arquitecto de Albacete, el Martínez Valero de Elche y el antiguo Heliodoro Rodríguez López de Santa Cruz de Tenerife. Quedan como rarezas La Condomina de Murcia, Los Cármenes de Granada, el Nuevo Colombino de Huelva y el recién rescatado Mestalla en Valencia.

Eso por lo que hace a los nombres de sociedades privadas. Pero, ¿qué pasa con los equipamientos públicos? El nombre del Generalísimo Franco campea todavía hoy en no pocas placas del trazado urbano de muchas ciudades. También en Catalunya, el que fuera alcalde de Berga, Jaume Farguell, propuso dedicar una avenida al entonces presidente Jordi Pujol, a lo que este lúcidamente se opuso.

Y en eso se nos muere Adolfo Suárez y entre tanto discurso y admiración no se ha previsto que Suárez sustituya a un Generalísimo. Todo lo más se le ha puesto el nombre del aeropuerto de Madrid, como si se tratara del comandante de un Boeing o de una celebridad de los medios. Tal vez la ministra Pastor olvida que en Estados Unidos existe el aeropuerto John Wayne, de la misma manera que en Washington se abren las pistas del aeropuerto Ronald Reagan, no sabemos si por el hecho de ser actor o presidente. Los italianos han convertido Fiumicino en el aeropuerto Leonardo da Vinci, no en vano Leonardo fue uno de los precursores en artilugiios de vuelo. Los bávaros también han bautizado el aeropuerto de Múnich con el nombre del que fuera su presidente Franz-Josef Strauss. Podría darse el caso de que Barajas continuara haciendo sombra al nombre de Suárez tal como se ha demostrado en el aeropuerto bonaerense de Ezeiza, que se llama así por el lugar dónde se enclava pero que en realidad lleva el nombre del ministro Pistarini.

Para que Suárez vaya a los cielos no le es necesario un aeropuerto. Y para que los hombres comunes recordemos los lugares, más vale ceñirnos a la geografía más que a la historia.