La dama del paraguas

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JOAN BARRIL

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En todas las celebraciones al aire libre siempre hay espacios vacíos para conquistar. Eso es lo que había hecho Nando Niebla, subdirector del servicio nacional de metereología y hombre tímido como el sirimiri. En realidad se encontraba en aquella recepción postrera del verano por delegación. El jefe se excusaba mandándole a él. «Puedes ir con acompañante», le había dicho. Pero Nando Niebla no tenía a nadie que le acompañara.

Por eso se instaló acantonado junto a un menguante jamón que se encontraba en un extremo del mostrador. El camarero, armado de un amenazante cuchillo, iba limando la carne de caoba y la soltaba sobre los platos ávidos de los comensales. Nando Niebla, junto a aquel jamón, se sentía menos solo. Miró al cielo y le pareció que los cúmulos amenazadores se estaban acercando más velozmente de lo que él había pronosticado.

Tomó notas en su libreta de meteorólogo antiguo hasta que una mano y una voz le arrebataron el carísimo bolígrafo que le habían regalado sus compañeros del máster de la universidad de Kassel. «¿Me permite?», le había dicho la mano sin contemplar la posibilidad de respuesta. Ni siquiera le había visto el rostro. Le daba la espalda mostrando una sedosa cabellera castaña mientras la mujer iba escribiendo probablemente el teléfono de alguno de los moscones que revoloteaban junto a ella. «¿Te has fijado? Es Sol Encalma, la famosa modelo», dijeron unas voces. Modelo invisible y cleptómana, pensó Nando Niebla.

Se consoló con otra loncha de jamón mojado. ¿Jamón mojado? Del pavimento de la terraza surgían manchas redondas y oscuras como si emergieran del suelo. Había llegado la lluvia y se hacía presente en gotas enormes. En un instante los camareros cubrieron el jamón y los gintónics se quedaron huérfanos. Todavía tuvo tiempo de ver cómo la supuesta bella corría por las escaleras del jardín cubierta por un extraordinario paraguas blanco estampado con un un imposible arco iris. «¡Oye, tú! ¡Mi bolígrafo!», gritó mientras la tromba le dejaba completamente empapado.

Durante unos días el meteorólogo miraba las isobaras y solo acertaba a dibujar aquel paraguas blanco con el arcoíris. Ya no se trataba de recuperar el bolígrafo perdido sino de acabar un encuentro fugaz que había quedado interrumpido por la fuerza de los elementos. Buscó en revistas ilustradas y en pantallas consagradas a la moda, pero la tal Sol Encalma no aparecía. Llamó a un conocido que se dedicaba al difícil oficio de domesticar las telas. «¿Buscas a Sol? Hace tiempo que está retirada de las pasarelas. Parece ser que se fue a África a fotografiarse con refugiados, que es lo que ahora se lleva», le dijeron. Sin duda el periplo humanitario por África se había acabado.

Sol Encalma estaba en la ciudad, pero no quería dejarse ver. Nando Niebla se gastó una parte de sus ahorros insertando anuncios en los periódicos. «Sol, déjate ver. Tienes mi bolígrafo». Pero nadie respondió a sus mensajes. En la soledad de un cielo travieso, el subdirector del servicio nacional de metereología soñaba con aquel paraguas que parecía tan difícil como una gota fría. Todos los arcoíris son efímeros. Nos atraen por su belleza y se disuelven en el aire.

Le tocaba guardia aquel fin de semana. El pronóstico del tiempo era aburrido y estable. El anticiclón se había posado sobre el país. Pensó que sería una alegría para los seguidores del equipo de fútbol de la ciudad, para los asistentes al macroconcierto al aire libre que se anunciaba y para los participantes en el gran desfile de moda que iba a celebrarse en el marco incomparable de los jardines de un palacio vacío. Decidió jugarse su futuro a una carta. En vez de decir la verdad, Nando Niebla llamó a las radios y las televisiones para advertir que precisamente a la hora del desfile iba a caer un inesperado aguacero.

Sabía a lo que se exponía: los hoteleros y el poder turístico pedirían su dimisión el lunes y le acusarían de haber difundido una alarma injustificada que había inhibido a sus potenciales clientes y que había provocado una considerable anulación de reservas. A Nando Niebla no le importaba. El día y la hora del desfile acudió a la pasarela, se mezcló con la gente bajo un bello sol de media tarde. Comprobó que los asistentes iban equipados con pequeños paraguas ante la inminente lluvia que, según decía, iba a caer de un momento a otro.

Una pequeña barra blanca con los colores del arcoíris empezó a deslizarse sobre el césped. Era ella. Se le acercó y le dijo. «Soy el hombre del tiempo. Tienes mi bolígrafo y algo más». Y ella le miró en silencio como si ya le conociera: «Siempre hay tiempo para un hombre como tú». En aquel momento, incomprensiblemente, una nube rebelde se posó sobre el parque y una lluvia fina hizo florecer los paraguas. «Ven conmigo. No te vayas a mojar precisamente ahora». Y se fueron juntos a reconocerse.