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JOAN BARRIL

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Cristina Áurea deja la camioneta vacía ante su nueva casa. Siente algo. Siempre se siente alguna cosa en las casas nuevas, por ejemplo, un renacimiento, un todo es posible, un ahora va de veras. Las cajas con todos los enseres de un matrimonio resquebrajado están ahí, en la sala principal de la que debe ser su nuevo hogar para ella y para nadie más.

Un día después llega a la casa vecina el camión de Jesús Plomo. Los empleados van bajando del vehículo todo lo que aquel hombre extraño, de pocas palabras, supone que necesita. Entre otras cosas, un piano, una nevera expendedora de cubitos, unas cuantas cajas de ginebra y muchos libros embalados. También Jesús Plomo sale de una casa en la que florecían los geranios hasta que nadie los regaba y en la que las almohadas no tenían hueco porque uno de los dos de la misma cama había decidido aquella noche no ir a acostarse.

Durante las semanas siguientes Áurea y Plomo se dedican a crear su nuevo universo. De vez en cuando se fijan el uno en el otro a través de las ventanas. Plomo se encuentra con un fenómeno extraño. Todo se le muere en las manos. Va a beber un vaso de leche y la leche se enmohece. Planta una flor y la flor se marchita. Intenta tocar una variación Goldberg al piano y las teclas se quiebran bajo los dedos. Intenta poner en hora el reloj de pared y el tiempo va hacia atrás.

Por el contrario, en casa de Cristina Áurea las cosas son muy distintas. Instala un aparato de música y se pone a sonar sin ni siquiera disco. Busca en el jardín un lugar para plantar hortalizas y allí aparecen, ubérrimas y suculentas, las berenjenas y las fresas. Se mira en el espejo enorme de su habitación y, a pesar de los años, se siente como una princesa austriaca. Todos los vecinos, menos Plomo, se dirigen a ella y le dicen que están encantados de haberla conocido. Incluso de noche algunos pintores anónimos, tal vez duendes, se dedican a pintar su nueva casa desde el tejado hasta la planta baja. Cristina Áurea vive feliz y, de vez en cuando, intenta escuchar los chasquidos y el rechinar de Plomo, en su casa a punto de ser tragada por la hiedra.

Una mañana, Áurea y Plomo se encuentran en la puerta de sus respectivas casas. Se presentan. se gustan. Plomo es atento, humilde, servicial. Mantiene una distancia cortés. Áurea está expectante, parece dispuesta a todo, le invita a tomar un té en su casa. Él acepta entrar pero rehúsa incluso el té. Así una y dos y tres semanas. Cuando Áurea le ve ya no ve al vecino sino a la pasión. Con su bata de noche traspasa el seto y llama a la puerta de Plomo para abrazarle.

Plomo la abre, pero se muestra distante. «No puedo tocarte. Todo aquello que cae en mis manos muere». Y ella: «Quiero tocarte. Todo aquello que acaricio se convierte en oro».

La policía científica tiene todavía en los archivos el extraño caso de aquella pareja en la que un cadáver de oro fue encontrado frente a una bella mujer marchita.