Crisis política y social en la sociedad israelí

Netanyahu apela a la religión

La igualdad de los ciudadanos corre peligro si Israel se define como «Estado-nación judío»

ALBERT GARRIDO

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El propósito del primer ministro Israel, Binyamin Netanyahu, y de sus aliados de extrema derecha de todos los colores de aprobar una ley que defina a Israel como «Estado-nación judío» plantea un problema político que va mucho más allá de la crisis de Gobierno que ha llevado a la convocatoria de elecciones anticipadas para el mes de marzo. Pues al incorporar una descripción o marco de referencia confesional a un Estado multiconfesional de hecho, probablemente plurinacional en un sentido sociológico, todas dudas son legítimas, habida cuenta de que el acompañamiento de Netanyahu es un conglomerado de fundamentalistas religiosos, por utilizar el léxico al uso, que secundan con entusiasmo militante la idea central que alienta detrás del proyecto.

¿Cuál es esta? El promotor -Netanyahu- la ha resumido con claridad: «Hay igualdad para todos los ciudadanos, pero el derecho nacional es solo para el pueblo judío». Dicho esto en un pequeño país de ocho millones de habitantes, de los que más del 20% no son de ascendencia o raigambre judía -cerca de un millón de árabes, más los drusos y alguna otra comunidad con menos presencia-, pero con nacionalidad israelí a todos los efectos, es más que lógico el temor, el riesgo, acaso la certidumbre de que Israel se convierta en un Estado confesional, con unos ciudadanos más favorecidos que otros.

En un país en el que nunca terminó una legislatura cuando debía, tiene una importancia relativa que un Gobierno salte por los aires menos de dos años después de su formación, pero que el Estado secular deje de serlo entraña consecuencias impredecibles para la estabilidad política, la cohesión social y el sistema democrático. Y es así porque desde la declaración de independencia en 1948 ha prevalecido como principio la neutralidad del Estado en materia religiosa, confesional, de costumbres -otra cosa es la práctica cotidiana-, y justo ha sido esta neutralidad la que ha dado pie a la jurisprudencia del Supremo israelí que, a falta de Constitución, se ha remitido siempre al espíritu de los fundadores para preservar el carácter no excluyente del Estado.

Expresión política del nacionalismo judío

Desde que el judío ruso-polaco Lev Pinsker publicó en 1882 'Autoemancipación', y mucho más a partir de la edición en 1896 de 'El Estado judío', del publicista judío austriaco Theodor Hertzl, se ha mantenido una diferencia poco discutida entre el judaísmo como compendio del legado religioso, la cultura y las costumbres de la primera de las religiones del Libro -compendio del que los judíos europeos fueron depositarios durante siglos-, y el sionismo, expresión política del nacionalismo judío, de naturaleza esencialmente laica, aconfesional si se quiere. No podía ser de otra forma habida cuenta de que muchos de los promotores del sionismo reunidos en el Primer Congreso Sionista (Basilea, 1897) y sus continuadores eran en primer lugar europeos pertenecientes y educados en diferentes culturas, expresión de una transversalidad cuyo denominador común era la herencia judía, que no la práctica religiosa, muy desigual de unos países a otros. No es exagerado decir que el sionismo, a diferencia del judaísmo como credo religioso, fue y es un nacionalismo de rasgos europeos, hasta cierto punto cosmopolita, a pesar de las persecuciones, los pogromos y la ignominia del Holocausto.

Por esa razón, el proyecto de Netanyahu resulta tan alarmante. Porque si un nacionalismo de origen multieuropeo como el sionismo ha dado lugar con el paso del tiempo a un sectarismo excluyente fácilmente constatable, es inquietante qué puede suceder si se le suma una iniciativa que acaba con la separación de religión y Estado en una sociedad en la que conviven, con grandes dificultades las más de las veces, judíos, musulmanes, drusos y pequeñas comunidades cristianas que, para mayor complicación, tienen todas a Jerusalén por ciudad santa, comparten gran parte del panteón de profetas y acogen a grupos organizados adscritos a un rigorismo exacerbado, incompatible con cualquier pacto político. Todo ello, además, en la vecindad de la sociedad palestina de Cisjordania y Gaza, colonizada por el fundamentalismo islámico y cada vez más inclinada a buscar en la prédica de las mezquitas lo que siempre se le ha negado en la mesa de negociación.

¿Corre Israel el riesgo de adoptar el perfil de una teocracia? Lo teme Tzipi Livni, varias veces ministra, convertida a la moderación por necesidad de supervivencia política, y con ella lo temen los defensores -cada vez menos- de la neutralidad confesional del Estado. Es, quizá, el signo insalvable de los tiempos en una región donde la impronta religiosa en la política pesa más que la herencia de cuantos en el pasado concluyeron que la religión es un asunto estrictamente privado.