Los hombres de corcho

FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

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No me hubiera importado ser ministro. Menudas pretensiones, dirán algunos, pero lo harán de forma precipitada.

Analicemos: ¿admitiendo excepciones, acaso no vieron jamás ministros inútiles, de ésos que nada solucionan? Pues yo podría haber sido de esa clase sin ninguna duda. Los ministros incapaces --especie común en cualquier gobierno y fuera del peligro de extinción-- son seres fantásticos, como salidos de un mundo maravilloso vetado a los simples mortales. Un ministro es de tal o de cual ramo, aunque a veces sea de tal y cual al mismo tiempo…, porque ésa es su virtud más asombrosa o su mayor cualidad: sirve lo mismo para una cosa que para otra, lo cual no acostumbra a ser sinónimo de utilidad.

Un ministro, venía a decir cuando me he interrumpido a mí mismo, puede esconder detrás de sí una trayectoria llena de plomo, de lastre superado; quiere decirse, ahíta de dificultades pero, llegando a pillar cartera, se acabaron los problemas. Un ministro inoperante se asienta en el cargo y ve la luz, le desaparecen para siempre las tinieblas, y conceptos como desempleo, falta de liquidez o preocupación, en general, dejan de tener sentido.

Lo importante no es la cartera, todas sirven; vale decir, Trabajo, Educación, Sanidad o cualquier otra de corte surrealista. Tan surrealistas, por citar éstas, que las tres permanecen siempre con los deberes pendientes. Unos meses en ese puesto, y después a vivir como ex ministro, sin apuros económicos ni sequía en las relaciones sociales. Sin escasez de ofertas de trabajo..., en el bien entendido que se tratará de propuestas de figuración. Para no hacer nada.., acomodos en consejos de administración que rinden dietas sustanciosas o embajadas que exigen menos dedicación que la invertida por un pez en peinarse.

Los ministros son fantásticos en su mayoría porque han sabido vender ilusión. A ver, no es una ilusión que encandile al personal, no, sino un concepto creado por ellos y para ellos. Han hecho virtud de la necesidad inexistente, han sabido convencernos --y, si no, da igual-- de que su presencia es imprescindible en todo gobierno que se precie o se deprecie y, una vez despejada la duda de su utilidad, ya aparece el camino desbrozado para seguir adelante e ir fabricando ministros y ex ministros con el mismo rendimiento que una huelga japonesa.

No nos da por pensar, pero ¿qué sucedería en un gobierno sin ministros, ministerios sin sus titulares, manteniendo las áreas especializadas, a cuyo frente se situaría un personal técnico que ya está de nómina en las administraciones? Nada, no pasaría nada, y hasta puede que se agilizaría el funcionamiento en las diferentes materias.

El ministro llega, se establece y perdura, no es un yogur que se despacha cuando caduca, él no desaparece al cesar en el cargo o al ser destituido. Ni de broma. Síganle la pista y verán que su materia de supervivencia es corcho de la mejor calidad, siempre flota, poco importa si toca tempestad, galerna o levante otoñal. Como mucho, cambia de mar, pero estar, ahí está.

Yo no tengo nada contra los ministros. Si acaso, envidia. Nada más, aunque en absoluto pueda hablarse aquí de sana envidia. Envidia de la de verdad, sin edulcorantes. Por eso me salen textos como el presente, porque lo que quisiera para mí es un cargo de ministro, pues me considero, como mínimo, igual de mal capacitado que muchos de ellos para ocupar el puesto. Y luego, como ex ministro, lo bordaría, no tengo ninguna duda. ¡Anda que no iba a saber yo comportarme como si estuviera haciendo algo!

Precisamente, lo que aquí sobra son especialistas en no hacer nada, y tal vez por eso nunca han faltado ministros. O ministras.